Oía su voz a todas horas, juzgándole sin piedad. Su frágil mente no podía soportar el peso de verdad de esas críticas totales, globales, definitorias. Recordaba aquel chiste en el que un paciente reconocía a su Doctor “sentirse inferior”: “No, amigo”-respondía sereno el médico-“No es eso. Su problema consiste en que usted ES inferior”.
Era fácil suponer porqué su pepito grillo perverso había tomado la forma de ese personaje del mundo del espectáculo. La voz de su conciencia sonaba estridente y cruel con el grave tono y la parsimoniosa prosodia del jurado de Operación Triunfo. Fracasar no era una opción, sino una condena. Él no valía, nunca había valido y nunca valdría. Las verdades ofenden, pero más aún las que se refieren a la vulgaridad de nuestra persona, que nuestro ego quisiera egregia.
Bernardo se puso a la cola. Había allí mucha gente estúpida e inútil, como él. Si bien él era diferente en al menos un aspecto: había perdido la esperanza. Era plenamente consciente de su mediocridad. Y si por un momento tuviera un arrebato de optimismo, autoestima o felicidad, la voz de su Dios resonaba en el Templo de su alma, atronadora, terrible, violenta, machacona, impenitente, injustamente justa: “eres un mierdecilla, no vales nada”.
Sonaban alegres cantos a capella o acompañados por guitarras a su alrededor. La gente reía con aparente alegría. Todos estaban dando una imagen. Aquella falsedad le producía arcadas. Había allí una competición cruenta, pero todo eran sonrisas y simpatías. Muchos de ellos admitían implícitamente no servir para nada al ponerse a esa cola. Decían: “o me dedico a la música con esta voz que Dios me ha dado o no sé que voy a hacer en la vida”. Pero la música no iba a darles de comer, ni a darles prestigio o fama a la mayoría de ellos. Y aquellos que “triunfasen” lo harían por muy poco tiempo, por “esos quince minutos de fama” de los que hablara Warhol.
Su turno llegó. Le hicieron pasar a una sala tenuemente iluminada. Frente a él había una mesa. En ella estaban sentadas 3 personas, entre las cuales reconoció, a la izquierda, a su enemigo, su pesadilla, su amo, su Dios. Era él. Había salido de su cabeza y se había sentado frente a él para juzgarle, por fin, cara a cara. Era de carne y hueso. Su voz sonaba distinta cuando le hablaba desde fuera.
Le hicieron cantar, pero cantar no era la razón por la que había ido allí. Improvisó un par de tonadillas de un par de grupos grunge que le gustaban, haciendo aspavientos con los brazos y poniendo el gesto contraído de un guerrero furioso. Y esperó el veredicto, con la mano en el frío metal del arma, escondida en la parte trasera de su pantalón. Su padre, militar, la guardaba en su mesilla de noche, y de allí la cogió.
-“Eres la primera persona que consigue conmoverme”.
Las palabras sonaron contra un fondo de espeso silencio que las subrayó notablemente. Bernardo notó un temblor en la mano que agarraba la pistola. Anonadado al principio, extasiado después, no pudo contener un torrente de lágrimas que afloraba a sus ojos. Un vendaval de extraños escalofríos gratificantes le invadió. Sus músculos se relajaron, sus pensamientos se concentraron en cada palabra de la frase oída, y la relación entre todas ellas, y el significado total, y cada significado parcial.....”la primera persona”.....”conmoverme”....ERES.......Él, Bernardo, ERA, en ese momento ERA, todo el pasado de frustraciones se había esfumado. Él cantaba bien.
Pero entonces Risto continuó:
-“Si, es cierto, eres el primero que me inspira verdadera lástima”.
La mano de Bernardo se crispó fuertemente sobre la empuñadura.
-“He visto toda clase de espectáculos patéticos, pero el tuyo los supera en patetismo, con diferencia”.
Aquello fue la puntilla. Bernardo sacó el arma de su escondite, entre el pantalón y la camisa, y apuntó a Risto.
-“Hijoputa, eso es lo más desagradable que me han dicho nunca”.
Risto dio un respingo, con cara de alarma, se puso repentinamente pálido y sus ojos se abrieron tanto que se podían ver más grandes a través de los oscuros cristales de sus gafas.
-“Pero chaval, ¿qué haces?....¿pero tú estás chalao?”, musitó, con voz temblorosa.
Todo se volvió oscuro alrededor de esa escena, no había nadie ni nada más allá del objetivo, un Risto asustado, humillado, vencido. Era el momento de la venganza. La verdad iba a ser acallada. La voz dejaría de sonar en su cabeza. Había salido de ella y tomado forma humana, y ahora iba a irse a la tumba con ese cuerpo.
“clic, clic”.
El cargador estaba vacío. ¿Es que las armas las descargaba el diablo?. Aquella mañana la había revisado escrupulosamente y sabía disparar, ya había hecho prácticas de tiro con su padre en el campo. Pero no salió ninguna bala del cañón. Un imbécil, que querría pasar por héroe, le agarró el brazo y se lo torció sobre la espalda. En pocos segundos estaba en el suelo, reducido.
Un fragmento de canción de los Héroes del Silencio, uno de sus grupos favoritos, le venía a la cabeza: “las pistolas de Warhol sin munición....”.
Sus tres segundos de fama, de notoriedad, habían pasado. Y no había logrado matar al mensajero de las malas noticias.
La policía encontró, en el registro domiciliario decretado por el juez, las balas de la pistola envueltas en un papel de periódico, sobre su cama. En él había una entrevista a Risto en la que este decía: “me critican por las formas, ¡pero no por el contenido!”.
Era fácil suponer porqué su pepito grillo perverso había tomado la forma de ese personaje del mundo del espectáculo. La voz de su conciencia sonaba estridente y cruel con el grave tono y la parsimoniosa prosodia del jurado de Operación Triunfo. Fracasar no era una opción, sino una condena. Él no valía, nunca había valido y nunca valdría. Las verdades ofenden, pero más aún las que se refieren a la vulgaridad de nuestra persona, que nuestro ego quisiera egregia.
Bernardo se puso a la cola. Había allí mucha gente estúpida e inútil, como él. Si bien él era diferente en al menos un aspecto: había perdido la esperanza. Era plenamente consciente de su mediocridad. Y si por un momento tuviera un arrebato de optimismo, autoestima o felicidad, la voz de su Dios resonaba en el Templo de su alma, atronadora, terrible, violenta, machacona, impenitente, injustamente justa: “eres un mierdecilla, no vales nada”.
Sonaban alegres cantos a capella o acompañados por guitarras a su alrededor. La gente reía con aparente alegría. Todos estaban dando una imagen. Aquella falsedad le producía arcadas. Había allí una competición cruenta, pero todo eran sonrisas y simpatías. Muchos de ellos admitían implícitamente no servir para nada al ponerse a esa cola. Decían: “o me dedico a la música con esta voz que Dios me ha dado o no sé que voy a hacer en la vida”. Pero la música no iba a darles de comer, ni a darles prestigio o fama a la mayoría de ellos. Y aquellos que “triunfasen” lo harían por muy poco tiempo, por “esos quince minutos de fama” de los que hablara Warhol.
Su turno llegó. Le hicieron pasar a una sala tenuemente iluminada. Frente a él había una mesa. En ella estaban sentadas 3 personas, entre las cuales reconoció, a la izquierda, a su enemigo, su pesadilla, su amo, su Dios. Era él. Había salido de su cabeza y se había sentado frente a él para juzgarle, por fin, cara a cara. Era de carne y hueso. Su voz sonaba distinta cuando le hablaba desde fuera.
Le hicieron cantar, pero cantar no era la razón por la que había ido allí. Improvisó un par de tonadillas de un par de grupos grunge que le gustaban, haciendo aspavientos con los brazos y poniendo el gesto contraído de un guerrero furioso. Y esperó el veredicto, con la mano en el frío metal del arma, escondida en la parte trasera de su pantalón. Su padre, militar, la guardaba en su mesilla de noche, y de allí la cogió.
-“Eres la primera persona que consigue conmoverme”.
Las palabras sonaron contra un fondo de espeso silencio que las subrayó notablemente. Bernardo notó un temblor en la mano que agarraba la pistola. Anonadado al principio, extasiado después, no pudo contener un torrente de lágrimas que afloraba a sus ojos. Un vendaval de extraños escalofríos gratificantes le invadió. Sus músculos se relajaron, sus pensamientos se concentraron en cada palabra de la frase oída, y la relación entre todas ellas, y el significado total, y cada significado parcial.....”la primera persona”.....”conmoverme”....ERES.......Él, Bernardo, ERA, en ese momento ERA, todo el pasado de frustraciones se había esfumado. Él cantaba bien.
Pero entonces Risto continuó:
-“Si, es cierto, eres el primero que me inspira verdadera lástima”.
La mano de Bernardo se crispó fuertemente sobre la empuñadura.
-“He visto toda clase de espectáculos patéticos, pero el tuyo los supera en patetismo, con diferencia”.
Aquello fue la puntilla. Bernardo sacó el arma de su escondite, entre el pantalón y la camisa, y apuntó a Risto.
-“Hijoputa, eso es lo más desagradable que me han dicho nunca”.
Risto dio un respingo, con cara de alarma, se puso repentinamente pálido y sus ojos se abrieron tanto que se podían ver más grandes a través de los oscuros cristales de sus gafas.
-“Pero chaval, ¿qué haces?....¿pero tú estás chalao?”, musitó, con voz temblorosa.
Todo se volvió oscuro alrededor de esa escena, no había nadie ni nada más allá del objetivo, un Risto asustado, humillado, vencido. Era el momento de la venganza. La verdad iba a ser acallada. La voz dejaría de sonar en su cabeza. Había salido de ella y tomado forma humana, y ahora iba a irse a la tumba con ese cuerpo.
“clic, clic”.
El cargador estaba vacío. ¿Es que las armas las descargaba el diablo?. Aquella mañana la había revisado escrupulosamente y sabía disparar, ya había hecho prácticas de tiro con su padre en el campo. Pero no salió ninguna bala del cañón. Un imbécil, que querría pasar por héroe, le agarró el brazo y se lo torció sobre la espalda. En pocos segundos estaba en el suelo, reducido.
Un fragmento de canción de los Héroes del Silencio, uno de sus grupos favoritos, le venía a la cabeza: “las pistolas de Warhol sin munición....”.
Sus tres segundos de fama, de notoriedad, habían pasado. Y no había logrado matar al mensajero de las malas noticias.
La policía encontró, en el registro domiciliario decretado por el juez, las balas de la pistola envueltas en un papel de periódico, sobre su cama. En él había una entrevista a Risto en la que este decía: “me critican por las formas, ¡pero no por el contenido!”.
5 comentarios:
Joder, tienes la semana literaria. Muy entretenido, me ha recordado a "taxi driver". De todas formas, como lean esto los productores de OT igual te plagian la idea. La audiencia es la audiencia.
Me ha hecho usted sonreir, Maestro.
Según iba leyendo, imaginaba lo que habría hecho yo (en una inimaginable empatía con individuos tan divergentes conmigo) en esa situación y lo que me vino a la mente fue, apuntar a la cabeza de EvaRISTO y obligarle a cantar.
Un saludo.
Jinete, el plagio es la esencia musical de OT, bien pensado. Queda muy poco para la autenticidad, siendo muy amplio el terreno para la autenticidad fingida. Crean cantantes-intérpretes de diseño, y lo verdaderamente importante pues....crea, no "se crea".
Me gusta la idea, Carlos. Otro posible camino que podía haber tomado el relato.
German:
Ya sabes que te leo, ya lo saaaaaabes. Y si no te lo digo yo ahora.
Me alegara que hallas vuelto por los derroteros de la ficción. Se te da bien. Siempre has sido un poco truculento... recuerdo tus comics cuando tenías ocho o nuevo años. Siempre acababa alguno con la cabeza o cualquier otro miembro desprendidos del cuerpo entre un enorme charco de sangre. Te encantaba matarlos... :)
Todos estos programas han estandarizado (también) al malo oficial del jurado que tiene que hacer su papel de malo y ser el más listo de su "pofessión" y el más irónico de su portal.
Este del que hablas en el cuento no es más que un "malo oficial" más. Un personaje televisivo tan efímero como los concursantes. En la tele todo es de usar y tirar, como las hamburgesas del Mcdonnals.
Abrazos
Coronel,
A mi Risto me cae simpático.
¡¡¡¿Pero será posible??!!!...es el terror de las vanidades.
Publicar un comentario