jueves, noviembre 29, 2007

¡Fúmate un porrito, abuelo!

Al principio uno olvida algo reciente y de poca importancia. Dado que eso nos ocurre a todos a menudo no es motivo de preocupación. Pero poco a poco los olvidos son más frecuentes, más llamativos, más incomprensibles e inexplicables. ¿Cómo me he podido olvidar de eso?....”¿Cómo pudiste olvidarlo?” –le reprenden. El carácter cambia. Es muy posible que el afectado se vuelva irascible y melancólico. El verdugo endógeno realiza lenta pero implacablemente su labor de destrucción. Al final quedará un residuo de humanidad en forma de reacciones fisiológicas sin personalidad. La identidad del enfermo habrá desaparecido. Será un muerto en vida. Su hora habrá llegado mucho antes de lo que debiera.

La enfermedad de Alzheimer acompaña a la vejez. Excepciones a esta norma son aquellos que la desarrollan precozmente por una condena genética y aquellos que no la desarrollan nunca, aún llegando a avanzada edad. Ejemplos extremos de lo primero son los entrañables niños del síndrome de Down, que tienen una copia extra del cromosoma 21, donde habita uno de los genes que, proteína través, provocan el mal. De lo segundo, en parte, son ejemplo las famosas Monjas de la congregación de Notre Dame, que han sido “estudiadas” por el benéfico efecto de su vida de “estudios” sobre la resistencia de sus redes neuronales bien imbricadas a la enfermedad. No es que ninguna tuviera Alzheimer, pero por término medio lo sufrían muchísimo menos y más tarde que la población en general. Curiosamente estos casos extremos se relacionan con la naturaleza y el ambiente de forma inequívoca, lo cual los hace aún más extremos, si cabe, y no especialmente representativos.

La mayoría de la gente que padecerá Alzheimer podrá hacer poco por retrasarlo o atenuarlo con una vida de rigurosos ejercicios mentales o físicos. Del mismo modo podría decirse que casi nadie lo sufrirá antes de los 60/70 años de edad, y muchos no lo sufrirán en absoluto. El Alzheimer es una enfermedad del desarrollo, aunque hay personas con mayor predisposición al mismo.

La biología molecular está muy cerca de explicar los mecanismos a través de los cuales se produce la característica degeneración del sistema nervioso central de esta dolencia. Parece ser que la muerte neuronal se debe a un mal corte en una proteína de membrana. Las enzimas “proteasas” que la cortan lo hacen por mal sitio y se forma un péptido hidrófobo (dicho llanamente: que tiene manía al agua) que tiende a formar agregados en el líquido extracelular. Estos agregados del péptido (Beta-Amiloide) interfieren con otros canales de membrana, los del calcio, dejándolos abiertos de par en par y creando con ello una corriente de entrada de calcio en la neurona que desencadena toda una cascada metabólica que acaba por destruirla. En la célula destruida se encuentran fibras de otra proteína, la Tau, cuya función es estructural, y que se encuentran fuera de lugar como consecuencia de los cambios metabólicos. Así la neurona implota o explota, según sufra apoptosis (muerte celular programada) o necrosis (muerte, y punto). Básicamente la cosa va así.

Hasta ahora los fármacos que se han estado administrando a los pacientes de Alzheimer han sido paliativos. Se han dirigido fundamentalmente a retrasar la pérdida de memoria a través de la protección del neurotransmisor estrella del hipocampo y zonas adyacentes (lugares donde se empieza a formar la memoria), la acetilcolina. Manteniendo el flujo de este neurotransmisor elevado se puede lograr, si no impedir la muerte de las neuronas, si al menos que las que permanezcan vivas realicen su trabajo más eficientemente. Un modo de lograr esto es inhibir la enzima que degrada la acetilcolina, la acetilcolinesterasa. Varios agentes químicos lo logran, con mayor o menor éxito.

Algunos investigadores proponen ahora el consumo preventivo moderado de Marihuana para atenuar y demorar los efectos de este insidioso mal en quien se compruebe que es propenso al mismo. Parece que la molécula psicoactiva del Cannabis inhibe la acción de la acetilcolinesterasa óptimamente, mejor que los medicamentos al uso, y además entra muy bien al cerebro fumada. Hay además otros posibles efectos positivos, que apuntan quienes investigan sus efectos moleculares y celulares, como la reducción de la inflamación en el cerebro.

Por todo lo que hemos relatado previamente, se puede entender que esto no sirve de gran cosa, a efectos de derrotar al mal. Desde hace mucho tiempo las tabaqueras nos dicen que el tabaco (sin aditivos cannabinoides) refuerza la concentración y la memoria. Y así es, pero causa más mal que bien. El cannabis, pese a los males que genera, también se ha recomendado para el tratamiento de dolores crónicos y en torno a este asunto hay mucha polémica, por tratarse de una droga ilegal (menos dañina que otras del todo legales, pero ese es otro asunto). Convenientemente depurado sin embargo podría no tener siquiera efectos psicotrópicos.

La propuesta del cannabis, defendida, entre otros, por la investigadora española María López de Ceballos no ha tenido mucha aceptación en los círculos médicos y científicos que tratan y estudian el Alzheimer. El Cannabis no va a curar la enfermedad, no es ningún remedio ni ninguna bala mágica. No deshace los ovillos de Beta-Amiloide ni recompone las placas de Tau. Tampoco impide que se formen los primeros, o que interacciones con los canales de calcio. Solamente alarga un poco el efecto del neurotransmisor básico para la formación de la memoria. Claro que, en la vejez, quizás poco tiempo sea un regalo. Y más teniendo en cuenta que, aunque la solución puede estar muy cerca para la biología celular (hay terapias con anticuerpos prometedoras), sus beneficios los disfrutarán los futuros viejos, ahora (relativamente) jóvenes.

Your Time Has Come

miércoles, noviembre 28, 2007

lunes, noviembre 26, 2007

Violencia de número

Hace no mucho tiempo se denominaba violencia doméstica a ese tipo de violencia. Creo que se circunscribía correctamente el fenómeno, y no había connotaciones políticas ni grupales. Pero hoy los informativos, esos sutiles desinformadores –especialmente cuando están en manos de la izquierda- hacen uso de una nueva terminología más cargada de ideología. Definen a la violencia ejercida por un individuo hombre sobre un individuo mujer, sentimentalmente relacionados, como violencia de género, o, más recientemente aún, como violencia machista.

Una violencia de género es una violencia que es utilizada de forma sistemática y deliberada por un género –masculino- sobre el otro, el femenino. La sociedad humana queda dividida en dos mitades, en dos grupos, por su género. El hombre ejerce la violencia por el pecado original de ser hombre, y, lo que es peor, lo hace para mantener sometida a la mujer, relegada en la sociedad a un papel secundario y servil.Una violencia de número se esconde en este planteamiento. El nosotros prevalece sobre el yo, el vosotros sobre el tú, el grupo sobre el individuo, lo social sobre lo personal. Ya no se trata de un crimen pasional o de una cuestión de celos o de machismo –por qué no- entre particulares. Ahora es un problema social.

Ayer, con motivo de ese invento llamado "Día Mundial para la Erradicación de la Violencia de Género", se manifestaron por las calles de las ciudades españolas diversas asociaciones y grupos políticos, con claro predominio de la izquierda. En Madrid, leían un manifiesto. Pedían "más recursos" para la lucha contra esta lacra. Sí, más recursos. Nunca serán suficientes porque combaten no contra un enemigo organizado y conspicuo, sino contra un fantasma y contra la paradójicamente incomprendida naturaleza humana. Todo dinero gastado en el negociado de la lucha contra la violencia "machista", al menos a partir de una determinada cantidad, será dinero perdido. Es lo que se conoce como pozo sin fondo. El problema nunca se resolverá, los resultados de toda acción pública siempre serán claramente insuficientes, pero la violencia sutil del Estado sobre el individuo se acentuará, y pagaremos más por menos, dando la sopa boba a más cuentistas organizados (en este caso tartufos del género, o, mejor sería decir, del número –a ser posible en su cuenta corriente).

Una juez (ella, sí, ella) de cuyo nombre no quiero acordarme decía que al menos en la mitad de los casos de esa clase de violencia que trataba la mujer llevaba al hombre a un estado tal de desquiciamiento que el golpe final, la explosión, solo podía verse como una consecuencia inevitable. "Les vuelven locos" afirmaba. Esa violencia psicológica, verbal, en la que la mujer es tan experta, tan hábil, no se considera en los círculos políticamente correctos. Por supuesto que no justifica la violencia, pero en algunos casos –y hay que subrayar lo de "algunos"- ayuda a explicarla. Y creo que aún se explica mejor dentro del contexto sociológico creado por un feminismo radical, en el que se pretende una igualdad completa entre los sexos.

Tampoco se habla lo suficiente de esas mujeres que denuncian y luego retiran la denuncia, que piden una orden de alejamiento y después se vuelven a juntar con su agresor. Ese era el caso de la muchacha rusa tristemente asesinada en Alicante, cuyo drama tuvo un entreacto en televisión, que es de lo que más se ha hablado y moralizado.

Ricochet

jueves, noviembre 22, 2007

El cerebro de Einstein

El genial literato checo Milan Kundera, dios de mi panteón particular, elogió, en una de sus obras, la lentitud. En una sociedad en la que las prisas se han convertido en las mejores consejeras, el sabio se desespera, y su cerebro, saturado, clama: “ve despacio, que tengo prisa”.

Hombres pertrechados con una tecnología sofisticada y una agenda repleta de eventos y encuentros se cruzan sin mirarse a los ojos por pasillos estrechos. Pensar deprisa es un imperativo ineludible, reflexionar sin un objeto una locura de ocio. Hay que juntarse en brain stormings y sacar adelante grandes empresas. La necesidad se ha hecho virtud.

¿Es nuestra sociedad tecnológica, de servicios y de imbricada división del trabajo, generadora de dinámicas que superan la velocidad de procesamiento de nuestros cerebros?. Dicen que la evolución cultural ha superado a la biológica, y que el hombre de hoy tiene que lidiar con la complejidad que ha creado, que ha evolucionado socialmente, con un cerebro que no ha cambiado desde el nacimiento de nuestra especie.

La mayoría de la gente no entiende los artilugios y los constructos que maneja. Por decirlo de alguna forma, nadan a favor de una corriente que en cualquier momento, si se rompiese el precario equilibrio, podría convertirse en un remolino que les devorase. Grandes y perfectos inútiles se congratulan de sus limitadas pericias y manejan tópicas sentencias.

Pero ¿realmente es así?, ¿se ve todo el mundo igualmente sometido a las presiones de un tiempo demasiado escaso?, ¿es nuestra época una época más acelerada?, ¿vivimos, como Santa Teresa (que vivió un tiempo teóricamente y según la antedicha teoría, más tranquilo), sin vivir en nosotros?.

Quizás el panorama mostrado sea una tergiversación de la realidad que realiza la mente, en ciertos momentos, cuando no da de sí. A mi me sucede, a casi todos nos sucede cuando las cosas nos superan. Pero una vez podemos reflexionar sobre ellas, separarnos de ellas, alejarnos de ellas, tenemos una perspectiva nueva que nos ayuda a situarlas en su justo lugar.

El hecho incontrovertible es que la naturaleza ha premiado, desde el principio, a la velocidad, penalizando a un tiempo la lentitud. Solamente en nuestras sociedades avanzadas ha podido surgir, o, mejor sería decir, ha podido prosperar, un pensamiento pausado, un análisis sosegado, una razón que se reinventa a si misma sobre la base de una imaginación totalmente irresponsable, en definitiva, un Einstein.

Einstein como arquetipo, Einstein como paradigma, Einstein como prototipo de sabio tranquilo que especula libremente. Ese tipo peculiar de hombre no habría tenido, seguramente, una vida fácil en los entornos ancestrales, ni una vida gloriosa entre los romanos o los turcos otomanos, quizás acaso, y siendo de buena familia, la habría tenido entre los griegos llamados presocráticos.

Disponer de ocio es condición necesaria, si bien no suficiente, para desarrollar pensamientos de gran alcance, pensamientos que están más allá de la supervivencia, más allá, parafraseando a Nietzsche, del bien y el mal, entendidos estos como categorías inmediatas. Hace falta un sustrato neurobiológico particular.

El ser humano ha desarrollado un cerebro que le permite hablar, imaginar, planificar, razonar. Se ha elevado por encima de sus familiares primates y muy por encima de las demás especies biológicas. Pero para ello ha sido necesaria la lentitud, y no la rapidez de procesamiento de la información, contrariamente a lo que nos dice la intuición. La velocidad de reacción es algo que nos venía de serie. Nuestros sistemas límbico y endocrino nos recuerdan de continuo cuan rápidos somos para la acción y el pensamiento en situaciones de necesidad, y ello sin “necesidad” de “pensar”, y menos aún de reflexionar. Verdaderamente estamos pertrechados con una sofisticada “tecnología”, si bien esta evolucionó a través de la larga cadena del ser y no fue pensada ni diseñada, aparentemente, por nadie.

Pero divagar y pensar despacio requieren mecanismos neurológicos distintos. Hasta hace bien poco se ha creído que todo podía explicarse por nuestra extensa y arrugada neocorteza (o isocorteza) y sus amplias zonas de asociación. Pero faltaba al menos una variable en la ecuación: las células de la glía. Estas células, muy superiores en número a las neuronas (en orden de 10 a 1), han sido durante mucho tiempo consideradas meros acompañantes de estas últimas, un apoyo “logístico”, de sostén, estructural, trófico, inmunitario y metabólico a las mismas. De hecho el término glía deriva de la palabra griega usada para “pegamento”.


Sin embargo parece, por las últimas investigaciones realizadas con astrocitos, que las células gliales, a su manera, trasmiten información.

Alfonso Araque y Gertrudis Perea, del Instituto Cajal, exponen, en un artículo publicado este mes en la revista Mente y Cerebro, algunas de las conclusiones a las que han llegado tras estudiar los astrositos en su interacción con las neuronas y entre sí.

Sin duda los mecanismos rápidos de transferencia de información tienen notables ventajas adaptativas y resultan esenciales en el reino animal, pero cabe conjeturar que los procesos lentos moduladores, como los de los astrositos, pueden ser idóneos para un exquisito ajuste y refinamiento en el procesamiento complejo de la información y en los procesos de plasticidad; en definitiva en las funciones superiores del sistema nervioso central. Expresado llanamente, para huir de un león es necesaria la rápida conducción de información desde el sistema visual al sistema motor, mas para idear una trampa que nos permita cazar un león no se requiere rapidez, sino una gran cantidad de modulación de información....

Sabido es que, a lo largo de la escala filogenética, se multiplica el número de neuronas. Crece también la proporción de células gliales. Así, la proporción de células gliales respecto al número de neuronas es inferior a uno en nematodos, uno en roedores, cuatro en mamíferos acuáticos y alrededor de diez en primates. La mayor cantidad relativa de astrocitos se da en el cerebro humano; aquí la población de astrocitos decuplica la de neuronas...el volumen del cerebro humano es un 300% mayor que el de los otros primates; en cambio su número de neuronas es solo un 125% mayor.


El hombre entonces podría deber sus peculiaridades cognitivas en gran parte al procesamiento de información por parte de los astrocitos, y habría logrado, gracias a ellos, ser el Einstein de la naturaleza, capaz de ir rápido pero también capaz de ir despacio, capaz de aprender y crear gracias a la lentitud.

Pero, ¿qué hay del cerebro de Einstein, sabio entre los sapiens, homo sapientísimus?.

Su estudio ha sido todo un periplo científico. Nos lo cuenta el gran neurocientífico R.Douglas Fields en otro artículo sobre la neuroglia, relativo a sus propios estudios sobre el particular, que pueden encontrar en la Revista Temas nº 46:

Driving Mister Albert, libro de hace pocos años, cuenta la historia de Thomas Harvey, patólogo que, en 1955, realizó la autopsia de Albert Einstein. Concluida su tarea, decidió llevarse el cerebro del genio a casa. Allí, flotando en el interior de un recipiente de plástico, permanecería 40 años. En varias ocasiones, Harvey repartió finos cortes del cerebro a científicos y seudocientíficos de todo el mundo, quienes estudiaron el tejido en busca de pistas que explicaran la genialidad de Einstein. Cuando Harvey llegó a los 80, colocó lo que quedaba del cerebro en el maletero de su Buick Skylark y cruzó el país para devolvérselo a la nieta de Einstein.

Uno de los científicos que examinaron cortes del preciado cerebro fue Marian C.Diamond, de la Universidad de California en Berkeley. No encontró nada especial en el número o el tamaño de las neuronas. Sin embargo, en el córtex de asociación, responsable de la cognición de alto nivel, halló una cifra elevadísima de las células de la glía: una concentración mucho mayor que la del promedio de su encéfalo.

Para que se hiciera la luz sobre la velocidad de la luz, la más rápida concebible, fue precisa la lentitud de procesamiento de un cerebro no acuciado por la supervivencia, no uncido fuertemente por el yugo de la necesidad. ¿Y no somos todos los hombres de hoy, con mayor o menor dotación de astrocitos, afortunados pensadores con tiempo para rumiar nuestras vivencias e imaginar infinidad de mundos paralelos?.

Evolution

jueves, noviembre 15, 2007

La culpa fue del Cha cha cha...

Este lunes estuvimos los aquí escribientes en una conferencia sobre neurocultura. La impartía el eminente neurocientífico español Francisco Mora , que ha mostrado recientemente interés por el tema. La neurocultura podría definirse desde dos vertientes: una la de la repercusión en la cultura de los descubrimientos recientes de las neurociencias, y otra la de la cultura misma abordada desde una óptica neurocientífica.

Mora expuso con la brillantez que le caracteriza distintos aspectos de la relación entre cultura y ciencia del cerebro. Quien tenga interés por el tema y no pudiese acudir a la charla puede leer su libro sobre el particular, que desde aquí recomiendo.
De lo que yo voy a hablar aquí no es de la neurocultura, en general, sino de uno de sus aspectos en la primera de las vertientes mencionadas, la de la repercusión en la cultura, en particular del derecho, de los avances en el conocimiento de cómo funciona el cerebro.

Dijo Mora algo que me asombró, pues no es lo que estaba acostumbrado a oír –o leer-sobre el tema: si se demuestra que una persona comete un grave delito porque no puede controlar sus impulsos, debido a un daño específico en el cerebro, habría que recluirlo, a falta de cura para el mal neurológico padecido, permanentemente, para que no dañase por más tiempo a los demás. La clave está en apartar de la sociedad a quien destruye la convivencia, a quien pone en peligro a las personas, pudiendo o sin poder evitarlo. Su falta de responsabilidad podría por tanto ser un argumento para eximirle de culpa, pero no de condena.

El castigo de un delito tiene al menos tres finalidades: dar satisfacción –si bien incompleta- a los perjudicados por el mismo, impedir que lo repita el delincuente y dar ejemplo y servir de aviso a los demás miembros de la sociedad. Si alguien queda impune por no considerársele responsable no se logra el objetivo de impedir que vuelva a delinquir. Tampoco servirá de consuelo para un padre que pierde a un hijo o un marido que pierde a su mujer o un pequeño ahorrador que pierda su dinero saber que esto sucedió porque el asesino o el ladrón tenía un defecto en su corteza orbitofrontal. En cuanto al aprendizaje en la sociedad, será dudoso: quienes sean de natural violento e impulsivo quizá crean que si delinquen podrán evitar la condena, por lo que el temor a ser castigados podrá muy bien no entrar en sus cálculos como coste (el castigo mismo como riesgo), o entrará como coste rebajado (riesgo rebajado).

Michael y Suzanne Gazzaniga, Scott T. Grafton y Walter P Sinnot-Armstrong son los abajo firmantes de un artículo de Scientific American (*) sobre el uso de tomografías y escáneres del cerebro en los tribunales de justicia. Para estos autores no estamos aún preparados para ofrecer pruebas contundentes sobre la relación entre determinados comportamientos delictivos y daños específicos en el cerebro. De hecho hacen algo más que destacar este hecho. Afirman que la responsabilidad del delincuente, sobre todo en delitos cometidos con premeditación, es ineludible en cualquier caso. Mora, en su exposición, también destacaba esto. Nuestras decisiones no son una acción-reacción. Es más, tomamos decisiones y planificamos en el marco de minutos, horas, días, meses y años. Esto lo hacía para defender el libre albedrío frente a interpretaciones precipitadas del experimento de Libet, pero, como es natural, es aplicable al asunto de la responsabilidad moral, dado que libertad y responsabilidad no son cuestiones separadas ni separables.
Volviendo a las técnicas y a sus posibilidades, es decir, a las tomografías y resonancias y su capacidad para establecer estados subjetivos de forma fiable, tropezamos con un escollo adicional a añadir al de la resolución de estas tomas de imágenes o las diferencias entre unos cerebros y otros.
Como Paul Ekman no se ha cansado de repetir a lo largo de su dilatada carrera estudiando las mentiras y su detección, es fácil que se confundan ciertas reacciones fisiológicas con mentiras, cuando en realidad están más relacionadas con otros estados subjetivos que asimismo alteran a la persona y a los resultados de las pruebas que miden sus reacciones. Es lo que Gazzaniga y sus colaboradores llaman en el artículo "falsos positivos". En cuestiones tales como dirimir la responsabilidad o ausencia de ella, la verdad o la mentira, en un juicio, estos falsos positivos pueden entrañar condenas o absoluciones terriblemente injustas. Asimismo quien se ve sometido a estas pruebas para demostrar su inocencia experimentará profundas emociones que alterarán los resultados de las mismas.

Pongamos el caso del famoso "detector de mentiras", el polígrafo, tan usado durante una temporada en la telebasura para sacar las miserias de los famosos del cuento, pero cuyo uso originario debía servir a la ley. Dice Ekman, en su libro "Telling Lies", mal traducido al castellano con el sensacionalista título, al estilo de los libro de autoayuda, "Cómo detectar mentiras":

"El detector eléctrico de mentiras, o polígrafo,opera basándose en los mismos principios que la persona que quiere detectar mentiras a través de señales conductuales que las traicionen, y está sujeto a los mismos problemas. El polígrafo no detecta mentiras sino sólo señales emocionales. Sus cables le son aplicados al sospechoso a fin de medir los cambios en su respiración, sudor y presión arterial. Pero en sí mismos el sudor o la presión arterial no son signos de engaño: las palmas de las manos se humedecen y el corazón late con mayor rapidez cuando el individuo experimenta una emoción cualquiera".

En definitiva el uso en la justicia de los instrumentos de toma de imágenes cerebrales o de registro de reacciones fisiológicas está limitado, en principio, a la detección de falsos testimonios y a la de daños cerebrales. Tanto en lo primero como en lo segundo ni están suficientemente depurados estos instrumentos ni se puede establecer de forma concluyente, por la naturaleza misma de las cosas, falsedad o ausencia de responsabilidad, salvo, acaso, en unos pocos casos. Ahora bien, como complemento a otras pruebas de distinta índole pueden llegar a ser de gran importancia a la hora de dirimir las circunstancias que rodearon a un delito, la presunta falsedad de un testimonio o de la posible falta de control de los impulsos de un delincuente.
Sin embargo mi conclusión, que coincide con la de Mora, es que sea cual sea la causa última de un comportamiento delictivo, este no debe quedar impune, por el bien de la sociedad, que se antepone al de ese individuo particular. Es más, cuanto más de fondo sea la causa más motivos hay para aislar al infractor de las normas de sus semejantes.

Da igual si la culpa fue del cha cha cha o se detecta una pequeña mentira.

(*) Mente y Cerebro nº 27. Noviembre/Diciembre 2007.

Breaking The Law

lunes, noviembre 12, 2007

Energía Solar II ¿Y cuánto ocupa?

Debo abrir este artículo reconociendo que había dejado un pequeño anzuelo para ecolojetas informados en la anterior entrega dedicada a este asunto.

Hablaba de la necesidad de incrementar aproximadamente en un 50% la generación de electricidad solar si queremos atender también los consumos nocturnos. Este incremento era debido a las pérdidas originadas en las centrales hidráulicas de bombeo, único medio viable actualmente para el almacenamiento masivo. Este almacenamiento es ineludible para la producción fotovoltaica, pero se puede evitar con la novedosa tecnología de la generación termoeléctrica, podría decir alguien que hubiera leído el informe de Greenpeace "Renovables 2.050" en el que este sistema de generación resulta ser aparentemente una panacea.

Veamos un poco en que consiste eso de la generación solar termoeléctrica. Como casi todos ya sabemos (menestros aparte) la energía solar se aprovecha hoy día de dos formas. Por una parte están los colectores solares útiles para calentar agua, incorporados en edificios de nueva construcción, que aprovechan la radiación solar transformándola en energía térmica. Por otra, las placas fotovoltaicas, que transforman directamente la radiación en electricidad. Leí hace poco que, según una encuesta, gran parte de la población cree que esta es la forma más económica de producir electricidad. Es curioso pues que las compañías eléctricas no generen toda su producción a partir de dichas placas ya que vendiéndo la electricidad al mismo precio obtendrían mayor beneficio. Más aun teniendo en cuenta que la generación de tales kWh solares está primada por el Estado (o sea, por nuestros impuestos) no con un 20%, un 30% ó un 40% como otras renovables, sino con más del 500% (no me he equivocado en los ceros). Aquí podéis comprobarlo.

En fin, supongo que la gente debe creer que es cosa de la maldad intrínseca de tales siervos del capitalismo ultraliberal depredador que prefieren curiosamente disminuir sus beneficios siempre que puedan disfrutar perjudicando al planeta y calentándolo globalmente.

Pero no nos dispersemos y expliquemos en que consiste eso de la generación solar termoeléctrica. En una primera etapa, se transforma la radiación solar en energía térmica. Es decir, lo mismo que en los colectores de agua de los tejados, pero a lo bestia. Mediante sistemas de concentración por espejos se intenta que el fluido calentado alcance temperaturas alrededor de 400ºC. Hay dos tipos de tecnología utilizables (más o menos) comercialmente: Heliostatos y captador central y colectores cilindro-parabólicos.

Desde hace algunos meses está funcionando una planta, denominada PS 10 cerca de Sevilla con la primera de esas tecnologías. Un montón de espejos concentran la radiación solar en un captador situado en lo alto de una torre de 100 metros de altura y allí se produce vapor a alta presión y temperatura que se envía a una turbina con su correspondiente ciclo térmico, muy parecido al de una térmica de carbón con su caldera o una nuclear con su reactor. Aunque antes había proyectos más o menos experimentales se trata de la primera planta comercial de estas características.

Asimismo ya se está construyendo cerca de Guadix la primera planta comercial española (en el mundo, en funcionamiento, tan solo las hay en los malvados y nada ecológicos EEUU) con la tecnología de colectores cilindro parabólicos. En este caso la radiación también se concentra (mediante unos espejos alargados) en una tubería que contiene aceite térmico. Este aceite llega a alcanzar temperaturas de 400ºC y la gracia consiste en que el calor puede utilizarse para producir vapor (y éste a su vez enviarlo a una turbina) o almacenarse. Si luego por la noche el calor almacenado se recupera, se puede producir vapor (y de ahí, electricidad) en horas nocturnas cuando los colectores ya no reciben radiación.


¡Estupendo! Hemos resuelto el problema del almacenamiento eléctrico y las pérdidas por bombeo inherentes al curioso capricho de querer tener electricidad también por la noche. ¿Seguro que está resuelto? Falta un pequeño detalle. Los astutos ecolojetas manejan las cifras a menudo con medias anuales y resulta que la radiación media aprovechable en el mes de Julio puede ser cuatro veces superior a la del mes de Enero. Y el calor, lo podemos almacenar una noche, pero no meses. Si diseñamos la instalación para el mes de Julio, en Enero nos quedaremos a oscuras a media tarde. Si la diseñamos para Enero, tendremos que cuadruplicar costes y en Julio nos sobrarán equipos. Conclusión: diseñaremos algo intermedio y seguiremos necesitando los embalses. En épocas intermedias nos quedaremos a la par y en Julio enviaremos a los embalses la electricidad sobrante que se usará en Enero. Seguimos pues necesitando producir un 50% más de lo que consumimos para cubrir las pérdidas de bombeo. Sobra decir que la maldita central de Trillo sigue produciendo sus 1.000 MW de noche y de día, en verano o en invierno, se nuble o haga sol.

Tras esta introducción, hagamos algunos números con el objetivo de calcular cual sería la superficie de terrreno a ocupar para abastecer nuestro consumo eléctrico con energía termosolar, gran panacea de futuro (para algunos fabricantes y algún listo que pasa por ahí). El consumo medio peninsular en el año 2.006 fue de casi 30.000 MW. Considerando las 8.760 horas del año y el incremento del 50% para cubrir las pérdidas de bombeo tenemos que habría que producir casi 400.000 GWh.


Lógicamente, una parte se podría cubrir con otras energías renovables, pero para dar un orden de magnitud, veamos que pasa si intentamos conseguir esta producción con energía solar termoeléctrica: La radiación media anual en la península (en zonas razonablemente soleadas, de Madrid para abajo) puede considerarse de unos 1.700 kWh/m2año (pueden consultarse las tablas de la NASA que ya habiamos citado). De esos kWh, con la tecnología solar termoeléctrica pueden transformarse en electricidad un 18%, es decir, unos 300 kWh/m2año. Señalemos que este rendimiento es optimista y señalemos también que es bastante superior al que se obtiene con las transformaciones fotovoltaicas (la media anual puede andar sobre el 10% para estas placas).

Debe tenerse en cuenta asimismo que lo que estamos calculando es la superficie de espejo, pero dada la forma de los colectores y su movimiento a lo largo del día para seguir el sol, hay que considerar una cierta separación entre ellos con el fin de evitar sombras, al menos en horas de alta insolación. Una cifra aceptada es que por cada metro cuadrado de espejo, se necesitan 4 metros cuadrados de terreno.

Si operáis todos los datos expuestos con sus correspondientes cambios de unidades (logsianos abstenerse) os resultará una superficie de terreno necesaria algo superior a los 5.200 km2. Vamos, para el que no se haga idea de magnitudes, casi la provincia de Alicante. Todos esos kilómetros cuadrados sembrados de espejos serían necesarios para atender el consumo actual. Por comparar, y aquí la cuenta está al alcance incluso de Zapatero (de Montilla o Pepiño, no creo), recordemos nuevamente que una central como Trillo tiene una potencia de unos 1.000 MW (y la tiene todo el año) y hemos apuntado un consumo medio de 30.000 MW. Sí. Lo habéis hecho bien, 30 centrales.

Y sin tener que preocuparse de qué hacemos con los alicantinos.

Con estos órdenes de magnitud y tamaños, ya podéis intuir por donde van los tiros en cuanto a la pa$ta. Eso lo dejamos para otro día, no sin aclarar que no trato de proponer un futuro energético exclusivamente nuclear, sino simplemente aportar algún dato normalmente desconocido para situar las alternativas en su sitio. El mix de generación actual puede sufrir alteraciones en el futuro (y sin duda en el medio y largo plazo las sufrirá). Pero es utópico plantear cambios radicales en su composición a corto plazo.

jueves, noviembre 08, 2007

A comer que son dos días


¿Somos lo que comemos o comemos según somos?. Desde la perspectiva de la medicina evolucionista se aportan evidencias a favor de lo último, si bien el debate no está concluido. Por debajo del mismo subyace otro de mayor amplitud y calado, el de la naturaleza y la crianza. Decir que somos lo que comemos implica que de alguna manera podemos cambiar nuestra naturaleza a través de nuestro ambiente, interiorizándolo en forma de comida. Obviamente, en esta era de la ciencia, nadie en su sano juicio sostiene el pensamiento mágico (generalmente relacionado con la antropofagia) de que al comer a un depredador absorbemos su fuerza, o que al comer animales gregarios nos hacemos más sociables y pacíficos. Si uno decide darse un homenaje con el cerebro de Einstein no aumentará un ápice su inteligencia por ello.

Lo que comemos tiene una gran cantidad de sustancias químicas, si bien, tras el cocinado exhaustivo que realiza nuestro aparato digestivo, lo que quedan son los ladrillos constituyentes esenciales. Por otro lado como dice Marion Nestle, Catedrática de Nutrición en la Universidad de New York, no se puede analizar una dieta a partir de elementos aislados. La dieta es un conjunto, una combinación compleja. Si nos dicen que el chocolate tiene un precursor de la serotonina no debemos por ello deducir que dándonos un atracón del mismo vamos a mejorar notablemente nuestro estado de ánimo. Y esto por varios motivos. El primero y más fundamental el que señala Nestle (vaya apellido para una nutricionista, y más ahora que hablamos de chocolate). El chocolate es una mezcla de numerosísimas moléculas las cuales, convenientemente trituradas, se convierten en una determinada proporción de nutrientes esenciales y de elementos desechables, algunos asimilados, por tanto, y otros tirados por la borda. Si el precursor de la serotonina penetra en la circulación sanguínea y atraviesa la barrera hematoencefálica podrá inundar nuestro cerebro, este tomará, exactamente, lo que precise de él, ni un miligramo más. El resto tendrá un destino incierto.

A mediados del siglo pasado el gran químico americano y premio Nobel Linus Paulin proponía tomar vitaminas a granel, por encima de las que el organismo “reclamaba”, para lograr un efecto antioxidante y alargar la vida. Hasta ahora nada prueba que su intuición fuera cierta. Él llegó a la venerable edad de 93, pero la causa de ello no creo que pudiera encontrarse en algo tan simple como la ingesta de una coenzima. Se ha comprobado, por ejemplo, que el exceso de vitamina C se elimina por la orina. Y así con tantas otras sustancias.

Nuestro organismo se nutre de lo que necesita, y lo demás lo excreta. Así, resulta sorprendente, para muchos, el grotesco fenómeno de la obesidad. ¿Por qué sufrimos esta condena? ¿Por qué no excretamos los kilos que nos sobran?. ¿Es la sociedad capitalista y tecnológica la culpable de nuestra orondez?. La respuesta está en los genes y en la evolución.

José Enrique Campillo Álvarez, Catedrático de Fisiología en la Universidad de Extremadura, expone en “El Mono Obeso” cómo hemos llegado a ser lo que somos, a lo largo de nuestra historia evolutiva, en lo que se refiere a la alimentación. No hay que buscar el origen del problema en el entorno de relativa abundancia, o, al menos, no hay que hacerlo de forma exclusiva. La naturaleza también tiene algo que decir, y está escrito en nuestros genes y leído en cómo se expresan.

Así, la pandemia de obesidad, que hoy afecta también al llamado tercer mundo, donde los nuevos “ricos” se nutren opíparamente de “rica” comida, no es debida a la globalización capitalista, sino a cómo procesamos y asimilamos los nutrientes en nuestro organismo. Esto último se explica asimismo por el entorno (este sí, por operar en el largo plazo, en escala geológica) en el que evolucionó nuestro organismo. Nuestros ancestros pasaron por épocas de gran carestía, en las que los nutrientes no eran fácilmente accesibles y obtenibles. Una dieta basada sobre todo en vegetales de dificultosa asimilación y escasas proteínas provenientes de insectos y pequeños animales era ya de por sí escasa, pero si además se daba la circunstancia de que las fuentes de nutrientes tenían un fuerte componente estacional o, pero aún, eran casi permanentemente escasas, el desarrollar un aparato fisiológico y metabólico que facilitase acumular reservas en épocas de abundancia sería favorecido por la selección natural.

¿Somos lo que comemos?. Eso es algo indiscutible si analizamos a nivel atómico. De las moléculas en adelante la cosa se complica, no resulta obvio en absoluto. La otra opción, que comemos según somos, se presenta más plausible.

Muchas moléculas afectan a nuestro comportamiento –aquellas que entran en el cerebro- pero lo hacen en el corto plazo (los llamados psicotrópicos). Nuestro estado de ánimo y nuestro comportamiento son un equilibrio químico autorregulado a partir de las instrucciones de los genes. Los imputs ambientales pueden producir subidas o bajadas importantes en el primero y cambios drásticos en el segundo, pero la tendencia es siempre a un equilibrio, que se corresponde con la homeostasis particular del organismo. Quien busca placer en las drogas parte de un desequilibrio específico que queda parcialmente satisfecho con su consumo. Como dice Damasio esto crea un mapa falso del estado del organismo, lo cual puede llevar a una serie de cambios concatenados que también afectarán a la morfología y a la fisiología.

Por otro lado, los nutrientes, que operan más sutilmente y a más largo plazo, suelen afectar a nuestra morfología y a nuestra fisiología a través del tejido adiposo y su regulación. En ello hay también un equilibrio interno autorregulado que raramente rompe el ambiente, un ciclo, una cibernética imbricada de feedbacks entrelazados, en la que moléculas tales como la leptina o la insulina y sus receptores en el cerebro y el cuerpo marcan cual es el estado del organismo en un momento dado. Oscilamos en torno a un centro. Decir, sin embargo, que es imposible engordar o adelgazar es excesivo. Lo que sucede es que ese equilibrio puede romperse con una acción decisora y decisiva que, si nos atenemos a las demandas del cuerpo de alimento, es contranatura, y por tanto cultural. Así la gula o la abstinencia producen malestar, y la bulimia o la anorexia, son desequilibrios mentales, no físicos.

Somos capaces de enfrentarnos a nosotros mismos para cumplir con expectativas sociales y culturales. Y esto, como decía hace un momento, es, visto desde cierta perspectiva, contranatura. No lo es, en cambio, si miramos a la mente, al cerebro, que es parte del cuerpo, a fin de cuentas. Hay dentro de ella una lucha entre los memes y los genes, entre los apetitos y las convenciones, que son otra clase de apetitos (de nuestra naturaleza social). Que esta contradicción, que esta lucha, pueda producirse, se debe a que la isocorteza (neocorteza) se superpone al sistema límbico de forma chapucera por esa gran chapucera que es la evolución. Nuestro yo inconsciente, primitivo, irracional, “animal” si se quiere, demanda más nutrientes de los necesarios porque aquellos de nuestros antecesores que se convirtieron en nuestros ancestros lo hicieron, para acumular reservas grasas y así sobrevivir. Nuestro yo consciente, social, “espiritual”, humano, “racional”, no ve razones para tomar más que lo preciso para sobrevivir con salud, y ve muchas para no excederse, tanto estéticas como médicas. Y ambos yoes luchan sin cuartel por hacer prevalecer sus “razones”, unas evolutivas y perentorias, otras adquiridas y plenamente convincentes.

Si vamos al supermercado y encontramos los estantes llenos de apetitosos e insalubres manjares, si abrimos la nevera y encontramos tentaciones culinarias, la culpa no es, como señala Nestle en su artículo del último número de Investigación y Ciencia, de que el Estado promueva, o deje pasar y deje estar, espurios intereses de la industria alimentaria, sino de que los monos obesos demandamos alimentos grasos y azucarados en cantidades mayores de las que precisa nuestro organismo para mantenerse vivo y sano. Y en que no lo quemamos, pero eso es otra historia.

Breakout

martes, noviembre 06, 2007

viernes, noviembre 02, 2007

El movimiento se demuestra...¡mirando!


Igual que existe en nuestra mente la idea de que “somos” al margen de nuestro cuerpo, tenemos la ilusión de que nuestros sentidos traducen fielmente la realidad circundante. La vista es el sentido más estudiado, quizás por ser el más importante en primates de pasado arborícola como nosotros. Lo que vemos es una construcción hecha a partir de reflejos variables y movimientos sacádicos. Sobre estos últimos, en particular sobre los más pequeños de ellos, habla un interesante artículo publicado en el número de octubre de Investigación y Ciencia, escrito por Susana Martínez Conde y Stepehn L.Macknik, del Instituto Barrow de Neurología en Phoenix.

Los movimientos sacádicos (y los microsacádicos, tratados en el artículo) son los que el ojo realiza en sus ajustes permanentes del campo visual. Por suerte o por desgracia para el observador las “realidades” inmóviles no dan mucho juego a las neuronas retinianas. Terminan por habituarse a ellas igual que nuestro cuerpo se habitúa a los zapatos a lo largo del día. Dado el particular patrón de descarga de información de nuestras células nerviosas, el fenómeno de habituación es algo, digámoslo con una redundancia, habitual.

Así, si lo que vemos permanece estático y nuestros ojos tampoco se mueven el resultado es que nuestro campo visual va reduciéndose en ondas concéntricas que van de fuera hacia dentro. Al final no queda nada. La oscuridad lo devora todo. Y el caso es que ahí fuera hay algo, pero no lo percibimos.

La ceguera por parálisis pone de manifiesto la función primordial de la vista. No fuimos dotados de vista por un creador benevolente para contemplar las bellezas del universo. La vista surgió en la evolución para percibir oportunidades y peligros, en forma de presas o predadores, en un entorno cambiante. Las ranas, como ejemplifican los autores del citado artículo, no ven una mosca que está quieta en una pared, pero en cuanto esta alza el vuelo se percatan de su “presencia” de inmediato. No hay que irse tan lejos. El juego de los toreros con el movimiento de la capa pone de manifiesto que animales tan cercanos a nosotros como un toro ven mucho mejor lo que se mueve.

Los movimientos de los ojos, tanto los sacádicos como otros casi imperceptibles denominados por los expertos “deriva” y “temblor”, hacen real la realidad, en particular las naturalezas muertas. Si la montaña no va a Mahoma, Mahoma tendrá que ir a la montaña. Si lo que nos rodea no se mueve, tendremos que movernos nosotros.

Durante el sueño REM (Rapid Eyes Movement) movemos, como su propio nombre indica, los ojos rápidamente. Es en esta fase del sueño en la que las ensoñaciones son más abundantes. El movimiento de los ojos seguramente contribuye a crear las imágenes oníricas, aunque se produzca bajo el telón oscuro de los párpados cerrados. También se sueña en los períodos no REM, aunque parece que menos. Supongo que en esa fase habrá movimientos microsacádicos, temblores y derivas.

Y cuando soñamos despiertos, cosa que hacemos más a menudo de lo que quisiéramos reconocer, nuestros ojos se mueven, sin que lo notemos, de manera que traigan a nuestra mente las imágenes soñadas.

Cuando una persona que nos resulta atractiva entra en nuestro campo visual, pequeños movimientos de nuestros ojos nos llevan hacia donde está ella. Podemos estar mirando a otro lado, centrándonos o tratando de centrarnos en otros objetos o sujetos. Pero nuestros pequeños movimientos oculares quieren que miremos hacia el objeto de nuestro deseo.

Así pues, podemos concluir que, para construir nuestra realidad visual, el cerebro no sólo procesa la información entrante en la retina, sino que además suscita movimientos en los ojos para que esta información sea traducible, a través de impulsos neuronales, en algo “inteligible”. Y los movimientos suscitados son no solo de enfoque, sino de búsqueda soterrada, constante e incansable de oportunidades y peligros en derredor.