viernes, febrero 29, 2008

Las buenas costumbres

En muchas ocasiones me planteo las cuestiones sociales en términos muy sencillos, que acaso pudieran parecer, o ser, simplistas. Reduzco casi todo a la calidad de esa materia prima inefable que constituyen los recursos humanos de un país. Las instituciones no son nada sin las personas que las hacen posibles día a día. Las leyes son papel mojado en manos de un legislador corrompido y dispuesto a la arbitrariedad. Un pueblo abotargado en una abundancia creada por generaciones pasadas y condenada a desaparecer para las venideras, pasto fácil de demagogos.

Ya Pericles, en aquel famoso discurso repetido y archirepetido por todo conservador con interés por la historia política, apuntaba la importancia de las buenas costumbres como cimiento de las sociedades. La decadencia del Imperio Romano, cumbre de la cultura grecolatina, se asoció a una corrupción progresiva de las costumbres, entre otras cosas. Ciertamente hubo factores militares, económicos, políticos, etc, asociados a este colapso, pero mirando en profundidad la causa última, subyacente a todas las demás, pudiera considerarse la decadencia moral de los romanos, siendo por tanto esta causa no una más, sino la genuina.

Benjamín Franklin es más conocido por el pararrayos que por sus consejos económicos para parar los rayos de las crisis sociales. Aconsejaba este sabio frugalidad y laboriosidad. Estas dos buenas costumbres son la base sobre la que se asienta una economía y una sociedad fuertes. Los hombres y mujeres que gastan poco y trabajan mucho acumulan capital, no lo destruyen. Lo contrario es justo lo que acaba con las sociedades, desde la más pequeña tribu al mayor de los imperios.

Pero ¿qué es lo que pasa cuando se ha acumulado suficiente capital por parte de una o varias generaciones?: que los herederos, teniéndolo más fácil de partida, dejan de valorar adecuadamente lo que tienen. Piensan, como decía nuestro Ortega en su Rebelión de las masas, que los bienes y servicios que les rodean y que cuesta relativamente poco adquirir están ahí como el fruto en el árbol, que sólo hay que cogerlo. Así la preservación y aumento de la riqueza dejan de considerarse necesarios, puesto que la riqueza parece “estar ahí”, no haber sido creada con esfuerzo y renuncias. Y aquí es donde comienza la destrucción de capital y la decadencia. Basta que haya esa materia prima electoral para que un buen sistema democrático se encargue de engendrar sus socialistas.

¿Se puede culpar a la naturaleza humana por su tendencia a buscar y tratar de asentarse en lo cómodo, tanto física como psíquicamente?. ¿Es inevitable la caída de toda construcción social sólida, por la falta de fuerza de sus obligados mantenedores, que han perdido la responsabilidad por falta de miras?. No lo sé.

Leo un breve comentario en la revista Mente y Cerebro sobre la relación entre el autocontrol y la falta de azúcar en sangre. ¿Y qué tendrá esto que ver con la decadencia, se dirá aquel que esto lea?. No mucho. El caso es que las personas tenemos que hacer a diario numerosos esfuerzos de autocontrol. El autocontrol es una virtud suprema en un contexto social y en un proyecto personal. Ser capaz de demorar la gratificación y contener el impulso son virtudes, seleccionadas por la naturaleza, pero necesitadas de desarrollo por el ambiente, para poder planificar y actuar a medio y largo plazo dentro de la sociedad, es decir, para poder construir cosas conjuntamente con otros, aprovechando la división del trabajo, para poder generar capital. Aquel que tiene buenas costumbres puede, con mayor facilidad, realizar la difícil acción (interior) de autocontrolarse. Posiblemente su cerebro, en lo que tiene de plástico, se haya autoorganizado en los lóbulos frontales de forma tal que su circutería para el autocontrol sea más económica, más eficiente y eficaz, menos despilfarradora de recursos energéticos. ¿Qué significa esto?: que le costará menos autocontrolarse, que gastará menos al hacerlo, y que esto le pasará una factura de menor importe que a aquellos otros que no tienen buenas costumbres.

Así, en el trabajo, ese ámbito tan importante, los que están habituados a darse el gusto, a enfatizar existencialmente el presente y el placer inmediato, sufrirán mayor número de depleciones de azúcar, y esto repercutirá en su rendimiento, en su estado de ánimo, en sus sensaciones físicas y psíquicas. Tendrán más depresiones, más dolores de cabeza, más cansancio...

Cada vez que uno tiene que autocontrolarse gasta azúcar. Quien no está acostumbrado a hacerlo sufre y padece más al hacerlo, pues.

Es curioso observar cómo ha aumentado el número de bajas laborales por depresión. Hoy casi nadie está contento ni con su trabajo ni con su vida, en un contexto de abundancia y seguridad (provisionales, siempre necesitadas de renovación). Quizás no se pueda culpar a los depresivos, ni a nadie en particular. Estas cosas suceden con fenómenos sociales tan complejos cuyas raíces son profundas. Pero debe al menos admitirse que una ética del trabajo, de la economía y de los tratos sociales encaminados a la creación de riqueza, es decir, las buenas costumbres, son imprescindibles para avanzar hacia el futuro con cierta seguridad y bienestar. Nuestra sociedad no necesita más azúcar, sino un mecanismo más sofisticado y funcional de autocontrol.

El entusiasmo artificial

Con esa obsesión de nuestro tiempo por la alegría, que la convierte casi en forzosa, y que ahora la propaganda progre ha vuelto enfermiza, se presentan muchos casos de lo que yo denominaría entusiasmo artificial. Este consistiría, en esencia, en un autoengaño emocional, cuyo horizonte temporal es de cortísimo plazo y cuyo ámbito ineludible son los lugares públicos. Alguien que padezca este mal del alma fingirá ante los demás, pero por encima de todo ante sí mismo, que lo que hace y lo que le sucede como consecuencia de lo que hace forman parte de una coherencia lógica y vital, y que por tanto tiene todas las razones del mundo para sentirse feliz, en su salsa, energético y saludable.

El hecho es que cuando uno lleva la contraria a su naturaleza, aunque sea con una sencilla sonrisa, termina por sufrir el golpe de boomerang de su perverso Karma. No es cuestión de abandonarse a los sentimientos más bajos ni de apostar por una sinceridad grosera. Simplemente hay que ser capaz de hacer una valoración cabal del contexto en el que uno se mueve y proyecta y de las propias fuerzas y preferencias.

Si un novio enamorado se va, borracho, de putas, por mucho que trate de convencerse al día siguiente de que obró conforme a su masculinidad, por efecto del alcohol, en una locura de juventud...etc etc, si no es un frívolo, un psicópata y un imbécil sentirá una zozobra y un malestar que no le dejarán vivir.

El ejemplo del protagonista de Crimen y Castigo, Raskolnikov, y de su destino buscado inconscientemente es, seguramente, la mejor muestra literaria de esa culpa fundamental, que nada debe a un sentimiento religioso. Por mucho que uno trate de argumentarse a si mismo con las más peregrinas razones (peregrinas porque, por muy sólidas lógicamente que sean no pueden con las “razones del corazón”) que obró, aunque sea relativamente, bien, su cuerpo y su alma le piden constricción, castigo, regeneración.

Tener la sensación de que una hoja en blanco ha sido manchada irreparablemente, comprender que el proyecto vital permanentemente renovado que es uno se quiebra gravemente con ciertas acciones u omisiones, no es, desde luego, grato, pero si purificador, y con seguridad contribuye a que mejoremos, no en las apariencias, sino en el fondo de nuestro ser. Nuestros errores presentes son la base de nuestros futuros aciertos....salvo que......¡¡¡Nos empeñemos en NEGARLOS!!!. Ese negacionismo conlleva que nos encaminemos hacia la catástrofe, en el caso de la política y la sociedad, y al fracaso vital, por imposturas reiteradas y no subsanación de errores, en el caso del individuo.

Emprender los cambios estructurales, como se dice en economía, es preciso tanto para la sociedad como para el individuo. De coyunturas no vive el hombre o, al menos, no por mucho tiempo, ni muy bien. El ser humano es un ser previsor por naturaleza. Eso implica preocuparse, y esto último implica no entregarse, con demasiado entusiasmo, al entusiasmo.
Pero ¿quién podría entregarse a un entusiasmo artificial con más ilusión que los ilusos partidarios del artificio y, por tanto, contrarios a la naturaleza, aunque sea la propia?.

miércoles, febrero 20, 2008

Men in Black

Los Nuevos Programadores

Existe una tendencia generalizada a creer (y recalco lo de “creer”), que el descubrimiento de nuevos neurotransmisores relacionados con los afectos y las emociones abre una vía para que, en un futuro, se pueda programar a las personas. Dicha programación tendría una finalidad médica, altruista o social, se haría para lograr personas más satisfechas, seguras de sí, cívicas y correctas. Un Mundo Feliz, vaya.

La idea en sí es de un racionalismo pueril, y obedece a una mentalidad a un tiempo cartesiana y progresista, pero es que además no tiene apoyo alguno en la evolución (en la que los que la tienen presumen apoyarse), puesto que propone diseños esquemáticos y sencillos para problemas de una complejidad inabarcable derivados, precisamente, del propio proceso evolutivo.

El diseño racional, como se puede apreciar pinchando aquí, está muy por debajo del evolutivo en cuanto a “perfección”. Y es que los caminos de la evolución son inescrutables. Obsérvese, por ejemplo, las múltiples explicaciones que se puede dar a un comportamiento aparentemente sencillo, nada que ver con nuestros complejos rituales sociales.

Los nuevos programadores pretenden dar soluciones simples a problemas sumamente complejos. No otra cosa hacían los héroes de la raza o el proletariado. Al final programar a las personas no es otra cosa, por mucho que se disfrace, que programar las sociedades de acuerdo con una idea preconcebida de cómo deben ser estas y los individuos que las forman. Ciertamente hay conductas extremas que despiertan el rechazo de casi cualquier persona. Así, aquel que es incapaz de contener sus ataques de ira y supone un riesgo para los demás podría ser objeto de alguna clase de tratamiento farmacológico que hiciera el efecto de amansarlo. Domar fieras es algo deseable, si no se puede canalizar su fiereza de forma productiva y constructiva, pero puede ser el primer paso para reducir a condición servil a cualquiera. Asimismo hay que tener presente que algunos comportamientos responden a demandas biológicas irresistibles, por ejemplo la rebeldía en la adolescencia, y son pasajeros. No se puede interferir en el libre desarrollo de los organismos humanos, cuya programación ha sido elaborada por la sabiduría de los hechos –esos que nunca mienten- durante millones de años, sin causar graves estragos. La naturaleza humana es la que es por algo. Por eso, antes de meterse a manipular hay que pensar, primero de todo, qué es susceptible y qué no lo es de dicha manipulación. En cuanto a programar, que es un paso largo más allá de la manipulación, simplemente no hay conocimiento suficiente para hacerlo.

Hoy en día los fármacos del cerebro hacen bien a muchas personas afectadas de males del alma tales como la esquizofrenia, la ansiedad o la depresión. Sin embargo, y pese a lo mucho que se sabe y va sabiendo, no se tiene una idea exacta de cómo operan estos neurofármacos. Si hablar de evolución es hablar de una complejidad que excede con mucho nuestra capacidad de entendimiento, hablar de su producto estrella, el cerebro humano, no lo es menos. El hecho de que la fluoxetina incida en el proceso de recaptación de serotonina puede parecer una explicación plausible, pero es notablemente insuficiente para dar cuenta de los cambios morfológicos y funcionales del tejido cerebral en su ultraestructura y sus redes, así como de los conductuales correlativos.

“Somos química”, dicen muchos. Sí, pero una química cuya complejidad y cuyas propiedades emergentes merecen otro nombre.

Un predecesor de estos programadores fue el injustamente olvidado neurocientífico español José Manuel Rodríguez Delgado, que llegó incluso a parar en seco a un toro en plena embestida hacia su persona con sólo pulsar un botón.También este ilustre español tiene –aún vive, muy mayorcito ya- el sueño de lograr una sociedad mejor gracias a una educación basada en los conocimientos de la neurociencia. La programación clásica de los ingenieros sociales, la educación (y reeducación, ay) podría muy bien combinarse con nuevas técnicas médicas destinadas a corregir desviaciones perniciosas del ciudadano “ideal” (llamémoslo así, ya saben: progresista, ateo....). Los nuevos programadores no se muestran aún demasiado. Hasta ellos –impacientes por antonomasia (¿y cómo no lo iba a ser un programador contraevolutivo?)- necesitan su tiempo. Esperan agazapados detrás de estudios y actividades aparentemente inofensivas. Quizás ni siquiera sean conscientes del monstruo que llevan dentro ni del que pueden crear. En un futuro, si se dieran las circunstancias apropiadas, sociológicas y políticas, comenzarían a operar en pequeña escala, creyendo hacer un gran bien, y acaso haciendo alguno chiquitín, con técnicas nanotecnológicas. Luego tomarían fuerza y, en connivencia con los políticos adecuados podrían comenzar una labor de ingeniería cerebral y social de proporciones colosales y consecuencias imprevisibles pero seguramente catastróficas. ¿Suena a delirio?. Es posible. De momento sólo debemos preocuparnos de los inocuos –creo- fármacos potenciadores de la memoria o la atención que empiezan a comercializarse.

Los “ingenieros sociales” que sueñan con diseñar “hombres nuevos” con técnicas neurocientíficas son necesariamente personas que no han comprendido en absoluto la “ingeniería inversa” como enfoque evolutivo.

El Órgano Supremo

"Creadores lo fueron primero los pueblos, y sólo después los individuos; en verdad, el individuo mismo es la creación más reciente". Ya en su momento cité aquí esta idea de Nietzsche, si bien sin molestarme en buscar en su Zaratustra la frase exacta, que ahora transcribo. Es esta una de esas frases con fuerza, que impactan en la mente dejando en ella una huella indeleble. Puede incluso, una idea así, convertirse en un prejuicio difícil de erradicar con los argumentos más sólidos. Cuando el cerebro emocional es marcado a fuego por una frase bien dicha la razón se rebela incluso contra sí misma.


No voy a entrar a valorar en profundidad, a partir de lo antedicho, los enraizados prejuicios de la izquierda política, pero parece probable que las ideologías de izquierda se alimenten de diversas ideas-fuerza del estilo opíparamente, dada la natural tendencia de la mente progre a negar la realidad sistemáticamente. No otra cosa es el progresismo que una negación y una crítica de la realidad, y una afirmación y una fe cándidas, como contrapartida, en los más disparatados ideales, que siempre chocan con la realidad ,antes o después, como el Quijote con los molinos de viento.


Pero la cuestión de fondo a abordar, aunque sea superficial y lateralmente en esta pequeña reflexión es la relación entre el individuo y su ambiente social, económico y político, y si esta hace o no surgir al primero, al menos en cierto sentido restringido. Ello nos permitiría hablar, en todo caso, de la mentalidad de la izquierda.


Individuos somos desde el principio, y habría que decir que por naturaleza, sin que esto último suponga una valoración meramente especulativa. Como unidades de supervivencia miramos por nuestro interés, tenemos nuestros particulares proyectos y estrategias cognitivo-conductuales (genéticamente determinadas) para conseguirlos, que se desarrollarán mejor o peor en el ambiente ecológico y social que nos toque vivir. Cada individuo es un producto único de la evolución biológica, que comparte con sus coetáneos aquellas características físicas, fisiológicas y comportamentales que nos distinguen como especie, como organismos estrechamente emparentados con un antecesor común muy reciente, y asimismo supone una variación pequeña de diseño físico y cognitivo que puede marcar la diferencia en la competencia por los recursos en un entorno siempre cambiante, tanto social como biológico. Como muchos dicen la cultura evoluciona más deprisa que la biología. Así, son más los aspectos que nos hacen iguales que los que nos diferencian en la esencia de nuestro ser y actuar en el mundo, si bien se disfrazan con diferentes ropajes culturales, que pueden fácilmente confundir a la mirada más atenta.


Una sociedad más individualista es aquella en la que los individuos tienen la oportunidad de actuar de diversas maneras, es decir, donde tienen opciones, donde tienen libertad. En la medida en que los recursos escasean las sociedades se vuelven más toscas. La relación causa-efecto puede darse en ambos sentidos, o acaso habría que decir que se da en ambos sentidos simultáneamente, en una retroalimentación, en un círculo vicioso en el que no se puede encontrar un origen.


Una sociedad sin apenas división del trabajo, sin apenas infraestructuras, sin apenas tecnología, conocimiento, intercambio... exige de sus miembros una lealtad al grupo mucho mayor, puesto que la supervivencia de todos está en juego, en un entorno ecológico no reducido, no domeñado, no transformado a nuestra "imagen y semejanza", lleno de peligros y de dificultades. Asimismo exige un rechazo firme y beligerante de los extraños que puedan suponer una carga o una amenaza, más que una oportunidad. La carga de parásitos, cobardes y escépticos en ella es necesariamente baja. Cualquier mito que en ellas exista será compatible con la unidad del grupo, cuando no contribuya o sirva directamente a ella.


Los sentimientos morales más básicos, que todos compartimos, surgieron en las interacciones sociales que se daban en este tipo de agrupaciones rudimentarias y primitivas. Como es "natural", en ellos el individuo, tal y como hoy se entiende, es decir, como portador de derechos y libertades, no existía. Y entendido así tardó verdaderamente mucho en aparecer, en surgir, en "ser creado" por la evolución cultural y social (dejo aquí de lado la política, que en estas cosas va por detrás, mientras las otras tiran del carro). El individuo es, por tanto, en este sentido restringido, una creación muy reciente. Un tipo aislado en medio de una sociedad impersonal que puede llegar a padecer lo que Durkheim denominó anomia, por falta de lazos grupales acordes con su cerebro primitivo y tribal, podrá sentirse parte de una nación, de un equipo de fútbol, de un partido político o movimiento de masas o de una empresa mercantil, pero buscará, ante todo y sobre todo, una familia o un grupo de "iguales", de amigos, en el que cobijarse para satisfacer su desarrollado instinto social, hecho para el cara a cara.


Pero en medio de la abundancia proporcionada por el impersonal pero eficiente mercado, enmarcado en un Estado de Derecho que garantiza las libertades (y en una relación de retroalimentación con el mismo), podrá padecer la ficción de la irresponsabilidad plena, algo que puede matar desde dentro, por acumulación, a la sociedad, como un cáncer.


Fuera del círculo íntimo la sociedad está compuesta por extraños con los que uno no comulga más que en los rituales sociales más anodinos, y los actos concretos y comportamientos de una sola persona parecen cambiar muy poco las cosas. Así se produce una desvinculación entre lo que uno piensa y hace (cosas que en casos de necesidad deben coincidir) y la idea y el conocimiento que esa persona tiene del efecto causado en la sociedad. El individuo pleno, ya no solo el individuo dotado de derechos y libertades, surge así, como individuo ante la sociedad, como un YO que solo puede salvar su aislamiento renunciando a "cambiar el mundo" y centrándose en un entorno cercano, natural y asequible, con un negocio y transacción inevitable con el cuerpo social, entregando al mismo una parte del tiempo y de la acción a cambio de medios de subsistencia.


Pero el individuo puede hacer todo lo contrario, asociándose a otros para cambiar la sociedad en el sentido por ellos deseado. Ese afán transformador de la sociedad nace pues del individuo, entendido en un sentido moderno. El socialismo nació como un producto residual de la industrialización, pero alcanza su pleno desarrollo ideológico entre quienes viven al margen, de una u otra manera, del proceso productivo y de quienes viven, asimismo, desvinculados afectivamente en el núcleo de afectos y supervivencia que es la unidad doméstica. Estos "individuos" son hostiles a todo valor o principio naturales, y proponen a cambio diversidad de paraísos artificiales para quienes están dispuestos a creerles. Dentro de estos últimos los habrá con familia y trabajo productivo, pero con una compresión poco cabal de sus circunstancias, inmersos en una mezcla de confusión y ensoñaciones.


Así, nos hayamos ante dos individuos "políticos" muy distintos entre sí, ambos característicos de nuestro tiempo: aquel que cree en el individualismo en su sentido originario, como algo natural, y por tanto algo que debe ser aceptado como cimiento de cualquier construcción teórica o acción práctica, y aquel que cree en ese otro individualismo activista y reformista que pretende saciar su sed de sociedad por vías artificiales (léase políticas, Estatales), y que ve el individualismo originario como una actitud reaccionaria y de pueril tradicionalismo, así como una opción disgregadora y egoísta. Los individualista de nuevo corte podrán ser colectivistas y a un tiempo individualistas (entendiendo aquí el individualismo como la búsqueda del propio interés dentro de la sociedad) sin percatarse de la contradicción, porque sus pensamientos y sus actos estarán desconectados, en su mente, gracias a unos cuantos prejuicios-fuerza y de contrastación con la realidad, gracias a la ausencia de consecuencias inmediatas y relacionables en causa-efecto.


Ante la red enmarañada de causas y efectos –así como también, como hemos visto, de círculos de retroalimentación- que es la sociedad, el pensador progresista siempre podrá desviar la atención de quienes le escuchen estableciendo relaciones causales falsas o saltando de un tema a otro a través de la red conceptual superpuesta (y ajena en tantos aspectos) a la social (sin mayores consecuencias, como vimos). De esta forma sus contradicciones quedan a salvo en medio del caos de sus ideas, que además puede calificar de creativas, siendo la creatividad entendida como opuesta al orden (simplón). Quien le siga podrá hacerlo entonces por el argumento de autoridad, de acuerdo con un instinto básico de fidelidad a unas "ideas" y seguimiento leal a un liderazgo.
El brillante y prestigioso Hacendista Norteamericano Harvey S. Rosen, expone en la introducción a su obra Public Choice, las dos perspectivas existentes (como dos extremos entre los cuales caben pocos términos medios virtuoso-aristotélicos) para mirar la sociedad:


Por un lado tenemos a quienes ven en la sociedad un organismo natural:


Cada persona es una parte del mismo, y el Estado puede ser entendido como su corazón. Yang Chang-chi, maestro de ética de Mao Tse-tung en Pekín, mantenía que un país "es un todo orgánico de la misma forma que lo es un cuerpo. No es lo mismo que una máquina, que puede ser desmontada en partes diferentes y luego vuelta a armar". Cada persona solo cobra significado como parte de la Comunidad, y el bien individual se define con respecto al bien común. De esta forma la comunidad prevalece frente a los individuos.

Por otro lado está la perspectiva mecanicista, según la cual:

El Estado no es una parte orgánica de la sociedad. Más bien es un invento creado por las personas para alcanzar mejor sus fines individuales. Como el estadista americano Henry Clay sugería en 1829, "el Gobierno es una delegación de poder y los responsables políticos son los delegados; y ambos, delegación y delegados están para servir a la población". La persona, y no el grupo, es el foco de atención.

Pero los individualismos de nuestro tiempo difícilmente pueden ser encasillados en ninguna de estas dos concepciones. El progresista porque ha renunciado a la visión totalitaria (parcialmente) y ya no ve el Estado como un organismo sino como un invento –creado en virtud de un contrato social- y un invento muy útil, excelente herramienta para perseguir fines “sociales” (y otros no tan sociales). Y el individualismo llamémoslo naturalista, no cree en que la sociedad sea un organismo, o no al menos uno que tenga un corazón Estatal, sino un mecanismo complejo en que cada parte cuenta. Y ve que los individuos se realizan en el trato social, y que las instituciones básicas que lo fomentan y posibilitan, contribuyendo a mantener vínculos sociales, prácticamente todas ellas en el nivel “micro”, deben ser preservadas y respetadas. El progresista cree en una sociedad abstracta y en su ordenación racional desde arriba, y fundamenta esta fe en otra implícita, la de la tabla rasa, según la cual los individuos pueden desaparecer como tales y convertirse en obedientes ciudadanos perseguidores del interés común. El naturalista en cambio cree en la sociedad concreta e individualizada de todas y cada una de las personas persiguiendo su respectivo interés y llegando a diversas formas de acuerdo voluntario y pacífico para alcanzarlo. Y apoya esta fe en la evidencia de que somos máquinas de supervivencia, que miran invariable e inevitablemente por su interés.


Empecé con el Zaratustra de Nietzsche y acabo con él.


El Órgano Supremo, el monstruo estatal, es "el nuevo ídolo", "Estado se llama al más frío entre los monstruos fríos. Es frío incluso cuando miente; y ésta es la mentira que se desliza de su boca: "Yo, el Estado, soy el pueblo".


Y muchos se lo creen.

domingo, febrero 10, 2008

El cuerpo humano al desnudo

Sólo un poco más allá de lo que muestra el naturista está lo que ve el naturalista. El desnudo impúdico del Jardín del Edén, cuya inocencia primigenia explica su amoralidad, es erotismo al lado del porno duro de la fisiología y la anatomía, que nos ponen ante un animal, ante un imperfecto pero milagroso producto de la evolución biológica, que responde en sus comportamientos al dictado de la necesidad, y que es, por tanto “bueno” o “malo” de acuerdo con esta.

Observo a ese pensador de Rodin desprovisto de piel y con la caja craneana abierta por arriba y el cerebro al descubierto, y siento que nada de lo que piense podrá jamás elevarse por encima de las demandas profundas del cuerpo que es.

Bodies, la Exposición, ha llegado a Madrid. Hígados, pulmones, venas, cuerpos en rodajas, el largo aparato digestivo, la piel, el cerebro, los nervios, los músculos y tendones, los huesos….todo se muestra a la mirada de miles de visitantes que acaso busquen instrucción, acaso despertar una emoción, grosera o elevada, acaso entretenimiento puro y duro, mirando aquello como si no les dijera nada de sí mismos. Algunos suspirarán y dirán: “Ay, eso somos”, y luego volverán a sus mitos sin sacar ninguna consecuencia. Porque, cierto es, también somos esos mitos.

viernes, febrero 08, 2008

jueves, febrero 07, 2008

Conversación en el lugar de trabajo


A-“Esto no es una empresa, es un Circo”.

B-“Pues si es un Circo yo me pido hacer de Payaso, que lo de domador de leones me da mucho miedo”.

A-“De Payasos está el cupo completo. Vete haciendo a la idea....”.

B-“¡¡Domador de leones, no, por favor!!!...¡¡¡y conste que no lo digo por los leones, que no tengo nada contra ellos, sino por acabar como Ángel Cristo, hecho un Cristo!!!!”.

A-“Pues eso o trapecista, hombre bala o algo similar”.

miércoles, febrero 06, 2008

Crispación

En esta última legislatura se ha oído hablar demasiado de “crispación”. Se tiende a oponer esta crispación, considerada como fenómeno reciente, al consenso de la transición, asociado a la creación de un nuevo orden constitucional y democrático a partir de una dictadura, e idealizado tanto por la derecha como por la izquierda políticas. Ese consenso -que me hace pensar en la concordia de la que vanamente hablaba Cicerón al final de la República Romana y lo lejos que estamos los latinos de los germanos y sus coaliciones- pudo lograrse, muy probablemente, gracias a la situación de fuerza deliberadamente declinante que tenía el Gobierno salido de las Cortes franquistas. Si el poderoso cede, el débil accede gustoso a considerar como negociación, y por tanto como mérito propio como parte negociante, lo que ha sido un regalo y, sobre todo, tiende a conformarse con lo recibido y no ir más allá de lo razonable en sus reivindicaciones, para evitar que “todo” quede en “nada”.

Una vez superada esa fase constituyente y un tiempo prudencial de adaptación, la aparente sensatez de algunos agentes políticos, que no era más que virtud derivada de la necesidad, desapareció, y la hermosa máscara de consenso se desprendió de su rostro y mostró el rostro crispado de la exigencia, el partidismo, la prepotencia, el nacionalismo secesionista...Lo que a muchos sorprende es que haya tardado tanto en mostrarse la cara más monstruosa, el rostro desfigurado y horrendo de la inmoralidad política, lo cual ha sucedido en esta legislatura de “crispación” –aún con los precedentes de la pasada, que sólo la bonanza económica hizo llevaderos. Parece como si nuestra joven democracia sufriera el terrible mal de Dorian Gray: bella por fuera y en silencio corrompiéndose por dentro, en un proceso lento pero inexorable. Cuando Dorian Gray observa su retrato descubre su verdadero rostro. Esto sucede mucho después de haber sido este pintado. En el tiempo pasado entretanto se había entregado a vicios perversos y ocultos. La política educativa, tanto nacional como nacionalista, la primera empobreciendo los contenidos y reduciendo la exigencias y la segunda falseando la historia e intentando modelar a las personas, son consideradas por los sociólogos intuitivos –y seguramente por alguno profesional, no estoy al tanto de sus trabajos sobre nuestra sociedad y nuestra cultura- como la causa insidiosa de tanta degeneración.

Un electorado ignorante y adoctrinado es el componente indispensable, junto con una clase política demagógica y maquiavélica, para convertir –en un nuevo proceso constituyente informal pero mucho más profundo que transforma en papel mojado cualquier constitución escrita- una posible democracia liberal en una tiranía de las mayorías dirigida por oligarquías defensoras de intereses restringidos.

Lo que se destruye es el Estado de Derecho, porque este precisa de principios que insuflen espíritu a la ley (Montesquieu dixit, pixit), y estos, a su vez, de ciudadanos responsables, esto es, formados e informados y, sobre todo, formados e informados en/sobre principios. Largo sería de exponer los tortuosos caminos de la cultura de la degradación.

Pues bien, amigos, estamos finalizando la legislatura de la “crispación” y conviene hacer balance. ¿Cuál es la misión que la democracia atribuye a la oposición política?: el control y la denuncia de la actividad del Gobierno. Una oposición que secunda se parece mucho a una filial del Partido Único. Así pues la oposición del Partido Popular ha cumplido con su misión, al menos con la misión que le encomendamos sus votantes, a falta de poder ejercer las tareas ejecutivas y la iniciativa en las legislativas.

Se puede decir que en estos 4 años ha habido más tensión, que la oposición se ha excedido en su denuncias o sus controles, aunque en estas cosas los excesos no sean tan graves, excepto si impiden la gobernabilidad. Pero el comienzo de este período político no pudo ser más “explosivo”, y las políticas del Gobierno no han podido ser, por un lado, más superficiales, y por otro más divisoras. Se han desenterrado los muertos de la guerra civil, se ha propuesto una educación para la ciudadanía que de la puntilla final a la destrucción de la educación en los valores, se ha apostado por un proceso de deslegitimación de las víctimas del terrorismo y legitimación democrática de los violentos y contrarios ¡a la democracia!, se ha comenzado un nuevo proceso constituyente y desintegrador a través de la aprobación de nuevos estatutos, que sólo sirven para aumentar las Administraciones públicas pese a la reducción de las titularidades de la central,....etc etc.

Y en este contexto de fin de legislatura finiquitadora del Estado de Derecho y de España, leo un artículo del Magazine del El País, escrito por Juan Cueto, en el que se habla de la propaganda electoral por Internet. Deduzco por lo que leo que la paz solo se logra expulsando a la derecha. Es lo que se lee entre líneas una y otra vez en estos panfletos políticos disfrazados de reflexión indiferente. Un gobierno único de la izquierda sobre un país callado, sin voz, sin oposición, sobre un cementerio político en el que la ausencia de crispación y el consenso implican necesariamente la ausencia de vida, excepto, naturalmente, la del sepulturero.

Dice Cueto que la batalla de Internet, lucha maniquea dónde las haya en la que los buenos y los malos son perfectamente identificables como jóvenes de izquierda y “cachorros de la derecha”, mejor llamados “ciberfachas”, puede considerarse desde dos ópticas, que Cueto denomina “grandes teorías”:

1)- Que la juventud de derechas, ya (des-)calificada en el párrafo anterior, maneja mejor la Red, que se ha hecho con ella, y que la utiliza para escribir largas parrafadas cuyo contenido esencial son “ad hominens”. Y es que la derecha está “genéticamente reñida con la moderna cultura de la imagen en todas sus manifestaciones”, lo que nos lleva a la segunda gran tontería, perdón, teoría:

2)- Que la juventud de izquierdas, que forma la “ciberprogresía”, como es creativa con las imágenes (léase, siguiendo el aforismo de Nietzsche de que “toda alabanza implica una censura”, que la de derechas es infértil para otra cosa que no sea largas parrafadas de ad hominens), va a ganar la batalla de “las ideas” de Internet. Lo último lo entrecomillo, porque él no lo dice en esos términos, pero es obvio que lo que ha de transmitirse, con imágenes o palabras, son ideas. Si bien hay que admitir que implícita e inadvertidamente Cueto reconoce la agrafía de la juventud que le acompaña “ideográfica” que no ideológicamente, producto de la “alta escuela” de esta democracia. Aunque la izquierda, al fin y a la postre, tiene mucho de simbología vacía.

En resumen las dos perspectivas indicadas, que desde luego sería muy pobre considerar como únicas, apuntan claramente a una juventud de internautas de derechas compuesta por zoquetes con logorrea e incapacidad argumental, y una juventud de izquierdas creativa aunque, dada su juventud y los tiempos de gran desarrollo en tecnologías de la comunicación que nos ha tocado vivir, más creadora y manipuladora de imágenes que de palabras (bien pensado ambas cosas son vehículos de comunicación y ambas símbolos, pero ese es otro asunto).

La lucha maniquea en la red no puede tener mejor definidos sus actores, buenos y malos. Se critica así agriamente a los críticos del poder, primero englobándolos dentro del término “ciberfachas”, y después declarando sutilmente que solo saben ladrar, porque carecen de ideas.

La defensa del poder toma muchas formas. A la que esta última legislatura nos tiene acostumbrados es a la de la “crispación”. Los desmanes, desaguisados y despropósitos del Gobierno no son criticables. Lo es, en todo caso, aquel que los critique. Se practica la política de “matar al mensajero de malas noticias”, en este caso en su proyección mediática en la ciudadanía de la democracia. Dicha política era la que practicaban -¿lo adivinan?- los déspotas por antonomasia, los Monarcas Persas. El malo no es quien hace un mal, sino aquel que lo denuncia, no es quien oculta sino quien pide transparencia.

Cueto afirma que Rajoy tiene ataques de pánico que le provocan excesiva sudoración. Le recomienda tomar algún ansiolítico apropiado para el debate con ZP, al que, visto que no quiso debatir con él la pasada campaña, teme. Pero ZP no es temible, ni como orador, ni como argumentador, ni como persona violenta. Es temible como demagogo y como violentador de sociedades. Es temible porque su talante esconde rencor, porque sus superficiales filias solamente representan sus profundas fobias.

Los titiriteros y amanuenses de tercera contratados para la propaganda y el insulto gratuito –aunque cobrando discretamente por ello su precio- podrán seguir crispando. Pero la mirada crítica sabe de dónde procede verdaderamente la crispación.

La sociedad española no se atreve a mirar a sus “representantes” a la cara, para ver en lo que se han convertido, como Dorian Gray temía mirar su “representación” en el lienzo. Tememos, con verdadero pánico, provocador o no de sudoración, que ESO que se ha pintado dentro del marco de nuestra Democracia seamos nosotros.

viernes, febrero 01, 2008

Progreso

Cuando Zapatero dijo que en España teníamos que lograr una “democracia avanzada” no hacía más que citar literalmente la Constitución Española, en la que se insta a los poderes públicos a promover las condiciones que lleven a ella.
La esencia claramente socialdemócrata y progresista de nuestra Constitución no puede ser puesta en duda por nadie que tenga mínimamente asentados en su mente los conceptos políticos elementales. Nuestro ordenamiento jurídico tiene en su cúspide un mandato socializante, una norma constituyente, originaria, cuyo espíritu debe guiar todas las leyes que el pueblo español soberano se de a sí mismo a través de sus representantes, que dice “hay que progresar, hay que igualar”. No es extraño pues que leyes tales como la de paridad no sólo no contravengan sus principios, sino que además los desarrollen.
La idea de Progreso (lo pondré con mayúsculas para darle el énfasis que merece) está indisolublemente unida a la de igualdad, la Democracia Avanzada solamente puede lograrse igualando a los ciudadanos, lo cual se logra asimismo convirtiéndolos en eso, en ciudadanos, que es cosa muy distinta de individuos.
Todo este conjunto de ideas socializantes, progresistas e igualitarias forma un auténtico sistema de pensamiento perfectamente coherente, defendido por diversas escuelas de derecho, sociología, economía, filosofía e incluso biología cuyo poder e influencia no pueden ser subestimados. El pensamiento de izquierdas se nutre de una amalgama de todas esas corrientes, cribada y simplificada por la cultura popular y transformada en tópicos que se manejan como auténticos axiomas, como principios incontestables e indiscutibles.
La idea de que debe avanzarse en la democratización de la sociedad, camino de Progreso social, económico y político, se antoja inapelable si se parte de esta concepción grosera y no se aplica un mínimo sentido crítico. Paradójica y lamentablemente se califica de críticos a quienes mantienen estas ideas, porque denuncian desigualdades reales o figuradas. Cuando alguien tiene la osadía de sugerir que la desigualdad es algo natural, es más, incluso conveniente, para el funcionamiento de la misma naturaleza, o de nuestra sociedad, que no es más que una extensión humana de la misma, tiene que soportar a los “críticos” acríticos que hablan en nombre de la suprema idea de Igualdad, y de la suprema idea de Progreso que le sirve de instrumento de acción en la sociedad y en la política.
El ideal de los progresistas es una sociedad en la que todos sean “sabios” y todos colaboren, en la que no se mire el interés personal y se hagan sacrificios por la colectividad. Todos firmarían un contrato social con cada una de sus acciones, todos serían “buenos”, todos harían lo correcto, que no sería otra cosa que ejercer como “ciudadanos” y desaparecer como “individuos”. Y ese ideal utópico contrasta conceptualmente con la idea y choca frontalmente con el hecho del egoísmo, esa Realidad (con mayúsculas) que, pese a que la quieran caricaturizar como algo casi solipsista, resulta ser una tendencia social potentísima. Uno favorece a sus parientes, a sus amigos, a quienes asimismo le favorecen. Esto se ve ya en un nivel rudimentario entre nuestros “parientes” los chimpancés o los bonobos. Uno ejerce la violencia sobre aquel al que considere un peligro contra su persona o sus intereses, o, si le falta valor por ver que tiene las de perder, acepta la transacción desventajosa de dar a otro de lo suyo.
El egoísmo es un motor de la evolución mucho más ajustado que el altruismo, aunque este último debe quedar circunscrito por el primero, dado que es una forma elegante y sutil del mismo en sociedades complejas. En estas el altruismo funciona solamente en el nivel micro, es decir, entre individuos. Esto tiene pleno sentido si atendemos al entorno evolutivo en el que se desarrolló, en el que los grupos humanos eran pequeños y todos se conocían personalmente entre sí, siendo el extraño un enemigo natural. La sociedad como entidad impersonal, cuya titularidad se arroga el Estado, no puede ser ni egoísta ni altruista, ni igualitaria ni desigualitaria (esto último no implica que no pueda haber distintas desviaciones típicas de la renta media). Las ficticias abstracciones que se han construido en teoría social que atribuyen una especie de alma al colectivo sirven también para atribuir a este intenciones y acciones. Pero solamente los INDIVIDUOS tienen intenciones y ejecutan acciones.
Progresar no es evolucionar. Progresar es mejorar a partir de un plan consciente. Y mejorar supone hacernos más nobles, más buenos, más sociales, menos egoístas, es decir, CAMBIAR nuestra naturaleza. Así pues el progresismo resulta ser una especie de confianza cándida en -y en algunos casos una voluntad violenta de- el cambio, de la transformación, de la transfiguración del individuo a través de la metamorfosis de la sociedad y sus instituciones. Pero, para sorpresa de todos los buenistas y bienpensantes que han intentado llevar a la práctica sus ideales y principios morales, la metamorfosis es la de Kafka, y la creación devora al creador, convirtiéndolo en justo lo contrario de lo que se proponía, un Señor Feudal al mando de una cohorte de proletarios. Se logra, en efecto, una igualdad, en la pobreza y la barbarie.
Desigualdad es diversidad, y esta riqueza, y esta última es igualdad económica y cultural (dentro de los límites intraspasables que impone la naturaleza). ¿Para cuando comprenderán esto nuestros progresistas de corte y confección estalinista, ups, perdón, estatalista?.