jueves, enero 31, 2008

Trasladando abstracciones (una digresión)

Asociamos cada concepto a una imagen, más clara o más difusa según el concepto en sí. No es raro pensar en una estatua con forma femenina sujetando una balanza cuando nos hablan de justicia, o en dos ejecutivos chocando las manos cuando se habla de socios. Cada uno puede tener su imagen particular, o bien una especie de película mental, una sucesión de imágenes al fin y al cabo. Puede que formemos imágenes de 3 o 4 objetos en una sucesión no muy ordenada, o, en nuestro tiempo mental, con una simultaneidad aparente.

Hace años me percaté de lo que entonces me parecieron –y así los denominé- niveles de pensamiento. No hay que hacer realmente un gran esfuerzo de introspección para notar que mientras nuestra mente dice una frase evoca una imagen por otro lado, y conceptos relacionados por otro, con sus imágenes y sus redes particulares de conceptos e imágenes relacionados. Y todo ello con una cadencia determinada. Si nos dejásemos arrastrar por esa digresión cognitiva perderíamos de inmediato el sentido de la realidad y entraríamos de lleno en un proceso que, supongo, podría calificarse sin equivocarse demasiado como onírico o psicopatológico. Dicho proceso nos aislaría de la realidad circundante porque convertiría toda la experiencia en ruido, aunque quizás en algunos momentos pareciese melodía, como en un éxtasis o un buen sueño, si el errático movimiento estimulase las zonas adecuadas en el momento preciso.

Probablemente muchas de las psicopatologías que se conocen bajo el nombre común de esquizofrenia tengan su origen en una incapacidad de la mente para, digamos, autocontenerse. Puede sonar extraño, porque realmente para autocontenerse parece que hubiera de hacerse un esfuerzo consciente y controlado, un acto de voluntad suprema. El hecho es que esa contención viene de la mente pero no es consciente, y tiene, con toda seguridad, un mecanismo neuronal que en la mayoría de las personas funciona a la perfección.

En la sinestesia se puede apreciar un fallo de funcionamiento en ese mecanismo –que no ubico exactamente por no saber dónde está, o cómo es. Un sinestésico experimenta colores al oír melodías, por ejemplo, o sonidos al ver ciertas imágenes. La barrera que separa sus sentidos parece haberse roto en alguna parte. Se produce un flujo de información entre neuronas que no se comunican en casi ninguna persona, al menos no de una forma directa. O algo distinto difícil de saber. El caso es que ese flujo es siempre el mismo y de reducidas dimensiones, permitiendo que el cerebro siga funcionando con arreglo a las necesidades del organismo.

Ahora que estudio una oposición, con temas tales como Derecho Administrativo o Sistema Fiscal, he tenido que empezar a pensar de otra manera. No es solo pensar en otras cosas, sino pensar –de otra forma. De las redes neuronales organizadas para interpretar unas abstracciones, unos símbolos muy específicos poco uso he podido hacer. Algunas cosas están detrás de todos los conceptos y todas las materias. Hay, primero, leyes del pensamiento generales, que funcionan a la perfección aunque no las entendamos. Después están las relaciones y los objetos del mundo exterior que sean siempre los mismos, y después nuestras particulares necesidades interpretativas que son iguales para todos, de las que difícilmente nos damos cuenta. Pero por encima de ese sustrato, de ese común denominador, se produce el juego de las abstracciones de cada materia particular, que adquiere sus peculiaridades definitorias en la perspectiva del estudio, lo que este abarque y con qué método, esto es, con qué óptica.

Trasladar abstracciones es una tarea para la que no todos estamos igualmente preparados. La capacidad para transmitir a los otros los conceptos de forma clara, limpia, didáctica, agradable, estimulante, ....(y pongan los etc que estimen oportunos) es la capacidad de salir de la red de conceptos, de imágenes mentales, que uno ha formado dentro de su cráneo, y mirarla en su conjunto. Pero ¿puede una red que es una red de imágenes verse a sí misma?. Muy probablemente esto se logre cuando uno ha interiorizado hasta tal punto el conocimiento de la materia que lo ha convertido en una rutina, o incluso una subrutina cognitiva que le sale sin esfuerzo. Es decir, que ha creado una red mucho más grande de la que la citada red es solamente una parte automática.

Algo que siempre me ha producido un gran malestar y desasosiego ante un libro de texto o las lecciones orales de un maestro es el peso de concepto incomprensible. Con ese peso tremendo, que nadie puede soportar, se puede amilanar a muchos, doblegarles, hacer que se crean inferiores, que detengan su paso en el aprendizaje, que suiciden su curiosidad. Si uno consigue crear un lenguaje propio, arcano, que a los demás solamente confunde y acompleja, puede adquirir el título de sabio, e incluso formar una corte intelectual. Pero el conocimiento sufrirá un terrible golpe, pues no sólo debe ser claro, sino que además ha de ser transparente.

El maestro debe enseñar con imágenes sencillas, con esquemas claros. Quizás si nuestra especie no fuera tan visual podría hacerse de otra forma.

Perdonen por esta digresión. Supongo que es una forma de locura. De lo que seguro no se trata es de una lección.
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Creo, en resumen, que para trasladar abstracciones de un cerebro a otro son fundamentales los ejemplos concretos y los diagramas, como anclaje para la mente que se adentra en nuevas abstracciones en la realidad tangible u observable o en un conjunto de abstracciones ya consolidados en ella.

Por otra parte doy por sentado que en nuestro cerebro existen grupos de neuronas especializados que son a un tiempo puerta a determinadas redes y un resumen de las mismas. La calidad de este resumen no se puede apreciar cuando estas neuronas se activan, uno simplemente tiene una certidumbre difusa, susceptible de ser concretada en pensamientos diversos de desarrollo.

Así, una imagen de imágenes sería una red de redes que conectase entre sí este tipo de núcleos o grupos neuronales sintetizadores de información.

martes, enero 29, 2008

Red

Cuando de pronto toda esa dinámica que llamamos vida se detiene en nuestra mente, experimentamos un vacío que nada puede colmar. El sentido se pierde porque no hay movimiento. Los procesos y los actos son flechas que se alejan de un centro indiferente a todo lo que no sea su angustia. Todo lo que hacemos, en última instancia, es sobrevivir. ¿Para qué perpetuar esa impostura?. ¿No hay nada más elevado que refrende nuestras miserias y las convierta en absolutos, realidades al margen del devenir evolutivo?. Creamos asíntotas, vanos engaños para nuestra conciencia. Articulamos las cosas de manera compleja para mejor gestionar nuestros recursos y, atrapados por esa red tejida por la necesidad, creemos “movernos” en medio de un entramado dotado de profundo significado, cuando su estructura y su funcionamiento, su origen y su fin, su significado, solo obedecen a esa hambrienta araña tejedora.

Cuando la muerte venga, ha de sobrevenir. Cortará y descompondrá los hilos pegajosos que nos retienen, y entonces descubriremos, demasiado tarde, mientras nos deshacemos, que nosotros mismos estábamos hechos de ellos.

Mientras tanto seguimos con nuestros proyectos, absorbidos por nuestras abstracciones y el juego de rompecabezas que jugamos con ellas, construyendo castillos y tendiendo puentes, asíntotas, al infinito y a la eternidad.

Dios quiera que esto sea solo un mal sueño.

jueves, enero 17, 2008

Las múltiples caras de Selene

El hombre que plagió a la luna

El hombre que plagió a la Luna

Ella no le podía amar, porque tenía una espina clavada que le obligaba a besarle con recelo. Le habían hecho mucho daño. Pero les gustaba ver las estrellas juntos y se besaban a la luz de la Luna. Él comprendía que había un plano de ella al que le sería imposible acceder. Ella hubiera deseado que no fuera así. Le quería querer, pero sabía que estaba sellada para el amor. Impedida por fuerzas que superaban todo su empeño. Había una frontera invisible, que para él permanecía invariablemente cerrada, y que con sus caricias sólo alcanzaba a contornear. Así surgieron las primeras discusiones, la melancolía mutua, el duelo.

Hubo noches en las que él paseaba solo por calles vacías, pensando en ella. Acabaron rompiendo, porque en opinión de los dos era lo mejor, aunque sólo ella lo creía de veras. Se propusieron olvidar la relación, y lo hicieron, pero él miraba al cielo con cierta frecuencia. Cada vez que miraba la Luna la veía a ella. En sus paseos solitarios había cambiado el rostro lunar. Como científico se interesó por el hecho.

Ella se abandonó a un abismo de alcohol, drogas, y pérdida de la propia identidad. Vagaba por el universo de los cuerpos anónimos con la desesperanzada esperanza de, desfigurándolo, volver a encontrar la imagen del amor en el que ya no creía. Quería saber si sería posible entregarse a alguien una vez, saciar esa frustrada vocación de amar que él le había diagnosticado. Su vida a partir de entonces fue un torbellino turbulento, una huida hacia delante, un tocar fondo por debajo del anterior.

Mientras tanto, él encontró a otras mujeres. Una de ellas, alumna suya, le daba más de lo que nunca hubiera imaginado. Juntos investigaban acerca de lo mismo. Él se había obsesionado profesionalmente con la idea de encontrar un fundamento científico a su percepción de la Luna. Encontró un título muy sugerente para su innovador estudio: "Rorschach: el hombre que plagió a la Luna". Pero el objetivo del estudio se le escapó, porque la Luna cobró entonces innumerables rostros, ningún rostro, todos los rostros de mujer. La investigación parecía no tener sentido alguno ya, ser sólo un reflejo vacío de su amor. Pero siempre que se la explicaba a alguien suscitaba un especial interés, por lo que en lugar de desistir la dejó aplazada. Intentó amar a otras mujeres, pero a ninguna sentía igual que a su alumna. Se estaba haciendo mayor, y entonces creyó que lo conveniente sería sentar la cabeza del modo que siempre hubo imaginado. Le pidió matrimonio y ella asintió.

Después de varios años de casados, la Luna empezó a cobrar el rostro de su propia mujer, aunque para verla a ella en la Luna tenía que mirarla de lado, como cuando estaba acostado en la cama junto a ella. Este detalle, pensó, escondía la solución. Ella -la primera mujer que personificó la luna- se había ido a Brasil. Por haberse fijado en la Luna a determinadas horas de la noche con ella a su lado, paseando, ésta había cobrado para él rasgos de su rostro, de la misma manera que una casa empieza a cobrar rasgos familiares a medida que va siendo habitada por más tiempo. Ahora dormía cada noche junto a su mujer. La Luna cobraba este nuevo rostro familiar, y lo hacía con las manchas giradas, evidenciando que es la costumbre la que moldea la imagen subjetiva de las cosas. Se decidió a publicar su demoledor estudio sobre la teoría gestáltica y adquirió una posición académica consolidada. Su teoría pasó a la posteridad, pero su nombre caería, poco después, en el olvido.

Una mañana de noviembre desapareció, dejando solos a su mujer y a sus tres hijos menores. La gente le reprochó haberse vuelto loco, porque no dio ninguna explicación convincente. Yo lo vi por primera vez muchos años después, por aquí, cuando ya era mayor y nadie creía sus explicaciones científicas. Había abandonado su profesión y todos los lazos que le ataban a su anterior vida. Sin embargo fue el tutor secreto de mi tesis doctoral. Un día me contó toda la historia en detalle y yo le creí, pero fui el único. Le había ocurrido de repente.

-Imagina una cara maltrecha, –me dijo el viejo maestro- terrible, la de una mujer vejada, triste, violada, de cuyo rostro se diría que se lo dieron de comer a los perros, injustamente apaleada, joven, imagina que esa mujer te mira a los ojos y que enseguida sabes que es ella.

Me explicó que en realidad había ido a Brasil menos por amor que por validar su teoría, pero que se olvidó de ésta para siempre al descubrir que ella se había suicidado poco antes de que él tuviera esa premonición. La había sentido morir en la Luna, a miles de kilómetros de distancia y veinte años después de haberla visto por última vez. Me dijo que tal vez fuera una casualidad, que desde el punto de vista científico esto era innegable, pero que desde entonces supo que su vida de casado era una farsa y que la hubiera amado hasta la muerte. Por eso nunca volvió a su hogar, porque nadie, nadie, le tomó en serio cuando, antes de partir, dijo:

me está llamando la Luna

Gabriel Antón

miércoles, enero 16, 2008

viernes, enero 04, 2008

Ocasos de Aurora

En la elipse que describe nuestro planeta no hay un comienzo ni un fin. Es lo que caracteriza a todas las líneas que se cierran sobre si mismas. El paso del día 31 de Diciembre al 1 de Enero no significa nada, salvo para el dotador de significados humano, que ha decidido, por convención, que es un puente que separa dos periodos significativos. El año y las estaciones si tienen su importancia. Los calendarios que se crearon en el principio de los tiempos tenían que atender a las regularidades climáticas y eran una primera forma de ciencia. El éxito de la recolección y el criado de ganado dependían de la precisión de las mediciones temporales. Pero que el año comience en tal o cual fecha probablemente no tenga otra razón de ser que un “acuerdo”, creado por la costumbre a partir de diversas contingencias históricas.

Sin embargo casi todos creemos nacer al comenzar el año. Nuestro afán de orden, de sentido, de finalidad, nuestra tendencia innata a proyectar, en ambas acepciones del término, crean la ilusión (también en sus dos acepciones) de renacimiento.

Y en esa aurora luminosa creada por nuestra ilusión, por nuestra iluminación interior, proyectada afuera, nada más inconcebible que la tragedia, en especial en su faceta de muerte.

En este principio de año murió una mujer de 41 años cuando caminaba con su hija por el Paseo de Recoletos. Un escudo de piedra, símbolo por el que seguro ella no hubiera dado su vida, cayó sobre su cabeza, desprendido de una fachada.

Ese mismo día moría un hombre de la misma edad, que también caminaba con su hija, en este caso por una estación de esquí. Caía fulminado por otro golpe, este desde el interior de su organismo. Su corazón se paró de repente y su cuerpo se desplomó frente a su hija. Era el yerno de Pepi, una amiga de mi suegra.

El día anterior una mujer se arrojaba por una ventana a la calle, acabando así con su vida. En este caso el golpe no venía de fuera, ni de una parte inconsciente del ser. El yo consciente, angustiado por la vida, deprimido, decidía eliminarse, y, al hacerlo, eliminar el sufrimiento existencial. La mujer, 20 años mayor que los dos anteriores, tenía ante sí un año que muchas mujeres de su edad hubieran considerado de los más importantes de su vida: dos de sus hijos se casaban y una tercera le daba su primer nieto. Pero la depresión no entiende de proyectos ni de ilusiones, pues es su reverso. Lo único que concibe es detener el tiempo, dejar de dar vueltas en pos de nadas, perdido el impulso biológico de necesaria necesidad. Es como una tierra que se viese privada de la ley de la gravedad y dejase de girar en torno al sol, alejándose cada vez más de su calor y perdiéndose en la inmensidad oscura y vacía del espacio. Mi amigo Juan Manuel se quedó sin su madre al comenzar el año.


Uno puede morir cualquier día. La espada de Damocles de nuestro propio fin pende sobre nuestras cabezas cogida por un pelo de caballo. Pero, ay, si nos coge esa asesina traicionera que es la muerte que lo haga mientras cabalgamos hacia un horizonte soleado.

¡Que bella es la aurora!.

Feliz 2008.
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Muy a mi pesar tengo que hacer esta actualización, pues esta tarde ha fallecido Manolo, el marido de Pepi. El shock provocado por la muerte repentina y prematura de su yerno se ha traducido en otro fatal infarto.
Descanse en paz, Manolo, ese buen hombre.