En muchas ocasiones me planteo las cuestiones sociales en términos muy sencillos, que acaso pudieran parecer, o ser, simplistas. Reduzco casi todo a la calidad de esa materia prima inefable que constituyen los recursos humanos de un país. Las instituciones no son nada sin las personas que las hacen posibles día a día. Las leyes son papel mojado en manos de un legislador corrompido y dispuesto a la arbitrariedad. Un pueblo abotargado en una abundancia creada por generaciones pasadas y condenada a desaparecer para las venideras, pasto fácil de demagogos.
Ya Pericles, en aquel famoso discurso repetido y archirepetido por todo conservador con interés por la historia política, apuntaba la importancia de las buenas costumbres como cimiento de las sociedades. La decadencia del Imperio Romano, cumbre de la cultura grecolatina, se asoció a una corrupción progresiva de las costumbres, entre otras cosas. Ciertamente hubo factores militares, económicos, políticos, etc, asociados a este colapso, pero mirando en profundidad la causa última, subyacente a todas las demás, pudiera considerarse la decadencia moral de los romanos, siendo por tanto esta causa no una más, sino la genuina.
Benjamín Franklin es más conocido por el pararrayos que por sus consejos económicos para parar los rayos de las crisis sociales. Aconsejaba este sabio frugalidad y laboriosidad. Estas dos buenas costumbres son la base sobre la que se asienta una economía y una sociedad fuertes. Los hombres y mujeres que gastan poco y trabajan mucho acumulan capital, no lo destruyen. Lo contrario es justo lo que acaba con las sociedades, desde la más pequeña tribu al mayor de los imperios.
Pero ¿qué es lo que pasa cuando se ha acumulado suficiente capital por parte de una o varias generaciones?: que los herederos, teniéndolo más fácil de partida, dejan de valorar adecuadamente lo que tienen. Piensan, como decía nuestro Ortega en su Rebelión de las masas, que los bienes y servicios que les rodean y que cuesta relativamente poco adquirir están ahí como el fruto en el árbol, que sólo hay que cogerlo. Así la preservación y aumento de la riqueza dejan de considerarse necesarios, puesto que la riqueza parece “estar ahí”, no haber sido creada con esfuerzo y renuncias. Y aquí es donde comienza la destrucción de capital y la decadencia. Basta que haya esa materia prima electoral para que un buen sistema democrático se encargue de engendrar sus socialistas.
¿Se puede culpar a la naturaleza humana por su tendencia a buscar y tratar de asentarse en lo cómodo, tanto física como psíquicamente?. ¿Es inevitable la caída de toda construcción social sólida, por la falta de fuerza de sus obligados mantenedores, que han perdido la responsabilidad por falta de miras?. No lo sé.
Leo un breve comentario en la revista Mente y Cerebro sobre la relación entre el autocontrol y la falta de azúcar en sangre. ¿Y qué tendrá esto que ver con la decadencia, se dirá aquel que esto lea?. No mucho. El caso es que las personas tenemos que hacer a diario numerosos esfuerzos de autocontrol. El autocontrol es una virtud suprema en un contexto social y en un proyecto personal. Ser capaz de demorar la gratificación y contener el impulso son virtudes, seleccionadas por la naturaleza, pero necesitadas de desarrollo por el ambiente, para poder planificar y actuar a medio y largo plazo dentro de la sociedad, es decir, para poder construir cosas conjuntamente con otros, aprovechando la división del trabajo, para poder generar capital. Aquel que tiene buenas costumbres puede, con mayor facilidad, realizar la difícil acción (interior) de autocontrolarse. Posiblemente su cerebro, en lo que tiene de plástico, se haya autoorganizado en los lóbulos frontales de forma tal que su circutería para el autocontrol sea más económica, más eficiente y eficaz, menos despilfarradora de recursos energéticos. ¿Qué significa esto?: que le costará menos autocontrolarse, que gastará menos al hacerlo, y que esto le pasará una factura de menor importe que a aquellos otros que no tienen buenas costumbres.
Así, en el trabajo, ese ámbito tan importante, los que están habituados a darse el gusto, a enfatizar existencialmente el presente y el placer inmediato, sufrirán mayor número de depleciones de azúcar, y esto repercutirá en su rendimiento, en su estado de ánimo, en sus sensaciones físicas y psíquicas. Tendrán más depresiones, más dolores de cabeza, más cansancio...
Cada vez que uno tiene que autocontrolarse gasta azúcar. Quien no está acostumbrado a hacerlo sufre y padece más al hacerlo, pues.
Es curioso observar cómo ha aumentado el número de bajas laborales por depresión. Hoy casi nadie está contento ni con su trabajo ni con su vida, en un contexto de abundancia y seguridad (provisionales, siempre necesitadas de renovación). Quizás no se pueda culpar a los depresivos, ni a nadie en particular. Estas cosas suceden con fenómenos sociales tan complejos cuyas raíces son profundas. Pero debe al menos admitirse que una ética del trabajo, de la economía y de los tratos sociales encaminados a la creación de riqueza, es decir, las buenas costumbres, son imprescindibles para avanzar hacia el futuro con cierta seguridad y bienestar. Nuestra sociedad no necesita más azúcar, sino un mecanismo más sofisticado y funcional de autocontrol.
Ya Pericles, en aquel famoso discurso repetido y archirepetido por todo conservador con interés por la historia política, apuntaba la importancia de las buenas costumbres como cimiento de las sociedades. La decadencia del Imperio Romano, cumbre de la cultura grecolatina, se asoció a una corrupción progresiva de las costumbres, entre otras cosas. Ciertamente hubo factores militares, económicos, políticos, etc, asociados a este colapso, pero mirando en profundidad la causa última, subyacente a todas las demás, pudiera considerarse la decadencia moral de los romanos, siendo por tanto esta causa no una más, sino la genuina.
Benjamín Franklin es más conocido por el pararrayos que por sus consejos económicos para parar los rayos de las crisis sociales. Aconsejaba este sabio frugalidad y laboriosidad. Estas dos buenas costumbres son la base sobre la que se asienta una economía y una sociedad fuertes. Los hombres y mujeres que gastan poco y trabajan mucho acumulan capital, no lo destruyen. Lo contrario es justo lo que acaba con las sociedades, desde la más pequeña tribu al mayor de los imperios.
Pero ¿qué es lo que pasa cuando se ha acumulado suficiente capital por parte de una o varias generaciones?: que los herederos, teniéndolo más fácil de partida, dejan de valorar adecuadamente lo que tienen. Piensan, como decía nuestro Ortega en su Rebelión de las masas, que los bienes y servicios que les rodean y que cuesta relativamente poco adquirir están ahí como el fruto en el árbol, que sólo hay que cogerlo. Así la preservación y aumento de la riqueza dejan de considerarse necesarios, puesto que la riqueza parece “estar ahí”, no haber sido creada con esfuerzo y renuncias. Y aquí es donde comienza la destrucción de capital y la decadencia. Basta que haya esa materia prima electoral para que un buen sistema democrático se encargue de engendrar sus socialistas.
¿Se puede culpar a la naturaleza humana por su tendencia a buscar y tratar de asentarse en lo cómodo, tanto física como psíquicamente?. ¿Es inevitable la caída de toda construcción social sólida, por la falta de fuerza de sus obligados mantenedores, que han perdido la responsabilidad por falta de miras?. No lo sé.
Leo un breve comentario en la revista Mente y Cerebro sobre la relación entre el autocontrol y la falta de azúcar en sangre. ¿Y qué tendrá esto que ver con la decadencia, se dirá aquel que esto lea?. No mucho. El caso es que las personas tenemos que hacer a diario numerosos esfuerzos de autocontrol. El autocontrol es una virtud suprema en un contexto social y en un proyecto personal. Ser capaz de demorar la gratificación y contener el impulso son virtudes, seleccionadas por la naturaleza, pero necesitadas de desarrollo por el ambiente, para poder planificar y actuar a medio y largo plazo dentro de la sociedad, es decir, para poder construir cosas conjuntamente con otros, aprovechando la división del trabajo, para poder generar capital. Aquel que tiene buenas costumbres puede, con mayor facilidad, realizar la difícil acción (interior) de autocontrolarse. Posiblemente su cerebro, en lo que tiene de plástico, se haya autoorganizado en los lóbulos frontales de forma tal que su circutería para el autocontrol sea más económica, más eficiente y eficaz, menos despilfarradora de recursos energéticos. ¿Qué significa esto?: que le costará menos autocontrolarse, que gastará menos al hacerlo, y que esto le pasará una factura de menor importe que a aquellos otros que no tienen buenas costumbres.
Así, en el trabajo, ese ámbito tan importante, los que están habituados a darse el gusto, a enfatizar existencialmente el presente y el placer inmediato, sufrirán mayor número de depleciones de azúcar, y esto repercutirá en su rendimiento, en su estado de ánimo, en sus sensaciones físicas y psíquicas. Tendrán más depresiones, más dolores de cabeza, más cansancio...
Cada vez que uno tiene que autocontrolarse gasta azúcar. Quien no está acostumbrado a hacerlo sufre y padece más al hacerlo, pues.
Es curioso observar cómo ha aumentado el número de bajas laborales por depresión. Hoy casi nadie está contento ni con su trabajo ni con su vida, en un contexto de abundancia y seguridad (provisionales, siempre necesitadas de renovación). Quizás no se pueda culpar a los depresivos, ni a nadie en particular. Estas cosas suceden con fenómenos sociales tan complejos cuyas raíces son profundas. Pero debe al menos admitirse que una ética del trabajo, de la economía y de los tratos sociales encaminados a la creación de riqueza, es decir, las buenas costumbres, son imprescindibles para avanzar hacia el futuro con cierta seguridad y bienestar. Nuestra sociedad no necesita más azúcar, sino un mecanismo más sofisticado y funcional de autocontrol.
5 comentarios:
Una vez mas, y van....., no s� qu� comentarle, porque su sabidur�a me supera y ante un hecho tan incuestionable no me resta m�s que tomar nota con la intenci�n de ampliar mi culura. Gracias, Maestro.
Un saludo.
Para mi siempre es un placer saber que un literato de tu talla se pasa por aquí y lee mis largas parrafadas.
Bienvenido de vuelta!
El placer es mutuo, Maestro.
Si de algo estoy seguro entonces, es de que no soy diabetico...
Y supongo eres persona de buenas costumbres.....
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