miércoles, julio 05, 2006

La impostura del anhelo (Seguimos...)

Aquella extraña monotonía de viajes y clientes ebrios de aventura se vio alterada durante aquellos calurosos días de Junio en los que la necesidad de otro nuevo acuerdo comercial me llevaría a K.

Recuerdo ese levantar sudoroso y la luz de las farolas todavía alumbrando las calles de Madrid. La premura de aquellos viajes en los que debíamos condensar una eternidad de actividades y visitas en apenas un par de días nos obligaba a reservar en vuelos con un horario de salida sólo apto para insomnes y en los que solían viajar hombres de negocios que restaban horas a su sueño para poder llegar a sus reuniones con tiempo suficiente como para retornar al calor de sus existencias en la misma jornada en la que habían partido. Era siempre el mismo ritual de ordenadores portátiles, corbatas perfectamente anudadas, miradas displicentes desde el borde un periódico aún caliente y actitudes de viajero experimentado. Un viajero de ida y vuelta que, sin duda, estaba acostumbrado a madrugar más de la cuenta para poder trasladar su rutina laboral a otro punto del planeta sin tener siquiera capacidad de percibir una sensación distinta a la que pudiera experimentar un día cualquiera en su oficina, excepto la del cansancio y el cabreo de aquel que no ha tenido más remedio que madrugar demasiado.

El calor subía desde el asfalto de las calles de Madrid en un vano intento por librarse, durante la tregua que le concedían las cortas noches de verano, de todo el exceso de impenitentes rayos solares, neumáticos al borde del suicidio y humo plagado de esa mala uva que uno puede cortar con un cuchillo romo en cualquiera de los miles de atascos que protagonizan cualquier día laborable en la capital. No corría una gota de viento y el taxista que me trasladaba a Barajas hablaba y hablaba con el humor inmejorable de aquel que tiene la esperanza puesta en que la buena carrera que acaba de conseguir es un signo inequívoco de que en el día que recien comenzaba la fortuna por fin está de su parte. Su voz cascada se mezclaba con las noticias de la radio y todo sonaba de fondo, enlatado, inmisericorde y amalgamado. Gracias a mi trabajo había comseguido perfeccionar hasta límites insospechados un gesto de atención que conseguía que mi interlocutor no sólo no se sintiera incomodo soltando un rollo al que yo no prestaba ninguna atención sino que, por lo general, parecía animarlo más en lo que para él era, sin duda, una charla interesante. Había aprendido, incluso, a aseverar y sonreír, en los momentos en los que debía hacerlo para que la impostura de aquel instante fugaz resultase perfecta. Y yo pensaba, mientras observaba a través de la ventanilla entreabierta del taxi como la bestia se desperezaba en un bostezo tórrido, en el mar; y en aquella niñita agarrada de mi mano, titubeante en su andar y sonriendo mientras yo le decía señalando la inmensidad del horizonte: “Has visto que grande es, es enorme, y tú tan chiquitina….tú eres mi chiquitina”.

El aeropuerto a esas horas intempestivas aparece como una mezcla de alevosía y serenidad. Por sus salas deambulan aquellos que, como buenos viajeros expertos, apuraron demasiado el sueño y que se dirigen hacia sus puertas de embarque a una velocidad que no termina de encajar muy bien con el entorno somnoliento y perezoso en el que trafican y los que, como yo, prefieren dormir menos y no verse sometidos a los apuros inexorables del cronómetro. Solía quemar el tiempo, hasta que llegaba la hora de ir a la búsqueda de los compañeros de viaje que me hubieran tocado en fortuna en aquella ocasión, apostándome al calor de un café en la barra de cualquiera de los bares que a modo de enormes miradores se situaban estratégicamente a lo largo y ancho del aeropuerto. Y desde aquel lugar de privilegio, a través de sus anchos ventanales, observaba con pausa el ir y venir de la fauna matinal y jugaba a trazar el boceto de sus biografías. Era como coleccionar vidas ajenas mientras ejercitaba amablemente mi imaginación. Cuando veía a alguna mujer hermosa dejaba que mi fantasía se desbocara construyendo tórridas historias en las que resultaban ser, por los azares inciertos del destino caprichoso, una cliente que más tarde caería prendada de mis encantos y sabiduría de viajero. La imaginaba frente a la cama de mi habitación de hotel, desprendida ella de la ropa y yo de la responsabilidad de las explicaciones inoportunas. Y nos perdíamos en un mar de deseos desbocados alejados por unos momentos de nosotros mismos y de nuestras habituales existencias.

(... seguiremos ...)

2 comentarios:

Germánico dijo...

Todo parece más absurdo si cabe a primera hora de la mañana.

Madrugar mucho es como un "mal viaje".

Yo me he dado cuenta de que cuando madrugo mucho me sale más fácilmente el "no" que el "si". Hago el ejercicio mental de decir ambos, y el "si" me cuesta una barbaridad. Me pesa la existencia.

Pensar en una cerveza fresca me da nauseas, cualquier situación cotidiana que presente a la imaginación adquiere un tinte a la par ridículo y trágico, todo se me antoja fútil, nada merece la pena. El cansancio es un mal consejero.

En ese estado de conciencia -del que uno sale según avanza la mañana y la adrenalina va circulando en las dosis normales por nuestra sangre- las cosas son necesariamente mucho más negras y mucho más bobas. Para aquellos que son razonablemente felices es una muestra suave de la depresión.

Ijon Tichy dijo...

Me resulta familiar esa escena del aeropuerto....

De todos modos, no nos afecta a todos por igual.

Hay quien madruga y a los diez minutos está en plena forma. Pero como contrapartida, son incapaces de permanecer despiertos durante una velada nocturna, por muy animada que ésta se encuentre.

Serán los biorritmos.