Siempre me ha gustado escribir pero siempre me quedo atrancado al poco de empezar. No es obice, en cualquier caso, para que empiece una y otra vez. He iniciado un nuevo relato que os adjunto. Me gustaría recabar vuestras opiniones que quizás, si son positivas me animen a seguir henchido de optimismo. Se admiten criticas feroces, a pesar todo. Mi querida Pietra ya me ha dado la suya vía e-mail... pero ha sido tan buena que me hace sospechar de que su incondicionabilidad hacía todo lo que escribo pueda estar enturbiando su objetividad. (No sé como se tomará esto último pero está escrito con la mejor intención del mundo 8-)). Bueno... A los leones...
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Durante algunos años trabajé como director del departamento de incentivos de una gran agencia de viajes. Antes de esto ya había viajado bastante por motivos profesionales pero durante este periodo en concreto pasaba casi todo mi tiempo montado en aviones, de parte a parte del mundo, recorriendo miles de millas y cerrando tratos millonarios a la luz mortecina de la barra y las copas de cualquier piano bar, con el insufrible “Yesterday” versión Clayrdeman que para mi desgracia tenía la persistente costumbre de aparecer en escena como queriéndome dar a entender que debía perpetuarse en mi memoria como la banda sonora de mi aquella existencia. Solía ser inspiradora para algunos, no acierto a saber por qué, y siempre que comenzaba a desperezar sus notas por el lobby alguno de mis clientes de turno entraba a matar con la habitual retahíla de chistes tan apropiados para aquel momento. Para mí era como ver “El padrino” una vez más, casi podía anticipar sin mucho temor a equivocarme que era lo siguiente que podría decir o hacer cada unos de los personajes con quien compartía aquella escena en la que yo representaba, como un autómata y sin un ápice de alegría vital, un papel que ya me hastiaba demasiado aunque no hasta el punto de no saber fingir entusiasmo.
Un buen vendedor debe saber empatizar con el cliente y para aquellos tipos, gastados en mi experiencia hasta el punto de recordar ahora a casi todos con la misma cara, las mismas copas, los mismos chistes y, como no, la misma música de fondo, aquello representaba una excitante huida disfrazada de aventura, que les alejaba por unos días de sus cada vez más cotidianas vidas. Viajaban a gastos pagados y sin otro horizonte que la diversión etílica y el desenfreno del libertinaje. Pero mi empatía había muerto y con el esfuerzo propio de un gimnasta haciendo el Cristo, conseguía que no se dieran cuenta de que para mí aquello era un episodio que se repetía y se repetía sin más cambio que el escenario, el lugar del mapa donde se estaba representando una vez más la misma función.
Mi soledad de viajero solitario se hacía más intensa de regreso a la habitación, nunca demasiado tarde a pesar de la murga habitual. Me había creado rituales que no simulaban nada pero que sí me distraían de la nostalgia de mi casa y mi gente, de mi hogar. Al llegar a aquel habitáculo mutante siempre me desvestía lentamente e iba colocando el traje meticulosamente y todo quedaba en un perfecto orden que ya había sido establecido hacía ya muchos viajes. Me quitaba la chaqueta y la corbata y después me frotaba la cara con toda la palma de mi mano, desde la frente hasta la comisura de los labios, mientras miraba aquel espejo que devolvía mi rostro demacrado, sorprendido en una mueca que ya comenzaba a vislumbrar la desesperanza de aquel que sabe que aquellos momentos ya nunca podrán volver a divertirle. Tras la corbata, los zapatos y los pantalones… y entonces solía situarme a una cierta distancia del espejo, mirando de soslayo, de medio lado y metiendo tripa con los antebrazos flanqueando mi rostro demacrado; y se me dibujaba una amplía sonrisa de cruasán ante una imagen tan absurda como era aquella: La del hombre que tan sólo va vestido con su camisa colgandera, sus calzoncillos y sus negros calcetines de ejecutivo estirados hasta la mitad de la pantorrilla. Me hacía recordar a la que entonces era mi mujer. En aquella época todavía la recordaba amablemente, tumbada en la cama desnuda, recién llegados del aeropuerto, y con aquella sonrisa que para mí significaba expectación. Y me ponía de medio lado, estiraba mis calcetines para que llegaran justo hasta debajo de la rodilla y comenzaba a hacer muecas de cachas esperando que ella estallara en una carcajada que yo ya sabía que me iba a devolver instantáneamente a mi mundo.
Y todo quedaba perfectamente colocado. Los papeles ordenados y el itinerario del día siguiente repasado y memorizado. Mientras me dedicaba a la tarea de repasar todo el rosario de visitas y comidas que realizaríamos escuchaba el último CD que me hubieran regalado en Rowland, mi lugar de copas, reunión y comunión. En aquel anciano garito, tan cercano a mi casa y a toda mi vida en Madrid, se podía escuchar la que era sin duda la mejor música, la que a mí más me gusta, la que mejor podía hacerme celebrar la alegría que suponía el regreso de cada viaje. Y allí, entre fotografías de míticas bandas, cientos de entradas a conciertos, tapas de vinilos desgastadas hasta el desgarro, volutas de humo y aquel ambiente tan singularmente familiar, yo y mis amigos departíamos, reíamos hasta la extenuación y renovábamos en perfecta comunión los mejores momentos de nuestras vidas. Escuchar aquella música conseguía que aquel cuchitril impersonal que era la habitación del hotel se tornara otro lugar.
El reproductor de CD, algunos papeles perfectamente apilados, una vieja foto de toda la pandilla a las puertas del Rowland y mi ordenador conectando a través del ciberespacio. Y yo al otro lado de la línea simulando contacto humano y un hogar. Las imposturas a veces resultan tan necesarias. Ya no consigo imaginar aquellos tiempos no tan lejanos en los que la correspondencia, escrita con esmero y en la que siempre me quedaba algún borrón, tardaba días e incluso semanas en llegar, dependiendo de cómo tuviera el día ese personaje en vías de extinción que es el cartero. Cuando los horarios no permitían conectar con mis seres queridos me abrazaba a través de la red a cualquier alma que se expresara en el mismo lenguaje que yo, inventando historias de familias felices y padres orgullosos que pasean de la mano de sus hijos señalando el mar y diciendo “Has visto que grande es, es enorme, y tú tan chiquitina….tú eres mi chiquitina”. Los anhelos a veces resultan tan necesarios.
It’s a marvelous night for a Moondance… lo escucho mientras entorno los ojos y me preparo para un sueño reparador… y poco a poco la música se aleja como le ocurría al tosco Ethan Edwars en la portentosa secuencia final de Centauros del desierto. La música de Van Morrison es esa triste figura que componía John Wayne intentando escapar de aquel plano desencajado a través de una puerta que se cerraría como cerradas estaban sus esperanzas.
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Ya mis ojos se han cerrado…Y de repente la música del móvil que utilizo como despertador me hace abrirlos violentamente y casi puedo sentir como mi pupila cambia de tamaño. Siempre me embarga una extraña sensación al despertar en un lugar alejado. No pude deshacerme nunca de ella a pesar de intentarlo. He llegado a la conclusión de que nuca podré evitar esa sensación persistente; al fin y al cabo el estado de vigilia en el que me encuentro sumergido hasta que consigo encajar todas mis conexiones neuronales no me pertenece en su totalidad. Los sueños todavía persisten en reclamar su parte.
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Durante algunos años trabajé como director del departamento de incentivos de una gran agencia de viajes. Antes de esto ya había viajado bastante por motivos profesionales pero durante este periodo en concreto pasaba casi todo mi tiempo montado en aviones, de parte a parte del mundo, recorriendo miles de millas y cerrando tratos millonarios a la luz mortecina de la barra y las copas de cualquier piano bar, con el insufrible “Yesterday” versión Clayrdeman que para mi desgracia tenía la persistente costumbre de aparecer en escena como queriéndome dar a entender que debía perpetuarse en mi memoria como la banda sonora de mi aquella existencia. Solía ser inspiradora para algunos, no acierto a saber por qué, y siempre que comenzaba a desperezar sus notas por el lobby alguno de mis clientes de turno entraba a matar con la habitual retahíla de chistes tan apropiados para aquel momento. Para mí era como ver “El padrino” una vez más, casi podía anticipar sin mucho temor a equivocarme que era lo siguiente que podría decir o hacer cada unos de los personajes con quien compartía aquella escena en la que yo representaba, como un autómata y sin un ápice de alegría vital, un papel que ya me hastiaba demasiado aunque no hasta el punto de no saber fingir entusiasmo.
Un buen vendedor debe saber empatizar con el cliente y para aquellos tipos, gastados en mi experiencia hasta el punto de recordar ahora a casi todos con la misma cara, las mismas copas, los mismos chistes y, como no, la misma música de fondo, aquello representaba una excitante huida disfrazada de aventura, que les alejaba por unos días de sus cada vez más cotidianas vidas. Viajaban a gastos pagados y sin otro horizonte que la diversión etílica y el desenfreno del libertinaje. Pero mi empatía había muerto y con el esfuerzo propio de un gimnasta haciendo el Cristo, conseguía que no se dieran cuenta de que para mí aquello era un episodio que se repetía y se repetía sin más cambio que el escenario, el lugar del mapa donde se estaba representando una vez más la misma función.
Mi soledad de viajero solitario se hacía más intensa de regreso a la habitación, nunca demasiado tarde a pesar de la murga habitual. Me había creado rituales que no simulaban nada pero que sí me distraían de la nostalgia de mi casa y mi gente, de mi hogar. Al llegar a aquel habitáculo mutante siempre me desvestía lentamente e iba colocando el traje meticulosamente y todo quedaba en un perfecto orden que ya había sido establecido hacía ya muchos viajes. Me quitaba la chaqueta y la corbata y después me frotaba la cara con toda la palma de mi mano, desde la frente hasta la comisura de los labios, mientras miraba aquel espejo que devolvía mi rostro demacrado, sorprendido en una mueca que ya comenzaba a vislumbrar la desesperanza de aquel que sabe que aquellos momentos ya nunca podrán volver a divertirle. Tras la corbata, los zapatos y los pantalones… y entonces solía situarme a una cierta distancia del espejo, mirando de soslayo, de medio lado y metiendo tripa con los antebrazos flanqueando mi rostro demacrado; y se me dibujaba una amplía sonrisa de cruasán ante una imagen tan absurda como era aquella: La del hombre que tan sólo va vestido con su camisa colgandera, sus calzoncillos y sus negros calcetines de ejecutivo estirados hasta la mitad de la pantorrilla. Me hacía recordar a la que entonces era mi mujer. En aquella época todavía la recordaba amablemente, tumbada en la cama desnuda, recién llegados del aeropuerto, y con aquella sonrisa que para mí significaba expectación. Y me ponía de medio lado, estiraba mis calcetines para que llegaran justo hasta debajo de la rodilla y comenzaba a hacer muecas de cachas esperando que ella estallara en una carcajada que yo ya sabía que me iba a devolver instantáneamente a mi mundo.
Y todo quedaba perfectamente colocado. Los papeles ordenados y el itinerario del día siguiente repasado y memorizado. Mientras me dedicaba a la tarea de repasar todo el rosario de visitas y comidas que realizaríamos escuchaba el último CD que me hubieran regalado en Rowland, mi lugar de copas, reunión y comunión. En aquel anciano garito, tan cercano a mi casa y a toda mi vida en Madrid, se podía escuchar la que era sin duda la mejor música, la que a mí más me gusta, la que mejor podía hacerme celebrar la alegría que suponía el regreso de cada viaje. Y allí, entre fotografías de míticas bandas, cientos de entradas a conciertos, tapas de vinilos desgastadas hasta el desgarro, volutas de humo y aquel ambiente tan singularmente familiar, yo y mis amigos departíamos, reíamos hasta la extenuación y renovábamos en perfecta comunión los mejores momentos de nuestras vidas. Escuchar aquella música conseguía que aquel cuchitril impersonal que era la habitación del hotel se tornara otro lugar.
El reproductor de CD, algunos papeles perfectamente apilados, una vieja foto de toda la pandilla a las puertas del Rowland y mi ordenador conectando a través del ciberespacio. Y yo al otro lado de la línea simulando contacto humano y un hogar. Las imposturas a veces resultan tan necesarias. Ya no consigo imaginar aquellos tiempos no tan lejanos en los que la correspondencia, escrita con esmero y en la que siempre me quedaba algún borrón, tardaba días e incluso semanas en llegar, dependiendo de cómo tuviera el día ese personaje en vías de extinción que es el cartero. Cuando los horarios no permitían conectar con mis seres queridos me abrazaba a través de la red a cualquier alma que se expresara en el mismo lenguaje que yo, inventando historias de familias felices y padres orgullosos que pasean de la mano de sus hijos señalando el mar y diciendo “Has visto que grande es, es enorme, y tú tan chiquitina….tú eres mi chiquitina”. Los anhelos a veces resultan tan necesarios.
It’s a marvelous night for a Moondance… lo escucho mientras entorno los ojos y me preparo para un sueño reparador… y poco a poco la música se aleja como le ocurría al tosco Ethan Edwars en la portentosa secuencia final de Centauros del desierto. La música de Van Morrison es esa triste figura que componía John Wayne intentando escapar de aquel plano desencajado a través de una puerta que se cerraría como cerradas estaban sus esperanzas.
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Ya mis ojos se han cerrado…Y de repente la música del móvil que utilizo como despertador me hace abrirlos violentamente y casi puedo sentir como mi pupila cambia de tamaño. Siempre me embarga una extraña sensación al despertar en un lugar alejado. No pude deshacerme nunca de ella a pesar de intentarlo. He llegado a la conclusión de que nuca podré evitar esa sensación persistente; al fin y al cabo el estado de vigilia en el que me encuentro sumergido hasta que consigo encajar todas mis conexiones neuronales no me pertenece en su totalidad. Los sueños todavía persisten en reclamar su parte.
2 comentarios:
Nada de eso, Canterano. Sabes muy bien que si algo no me gusta no tengo ningún problema en decirlo claramente (incluso con demasiada vehemencia, lo que me ha acareado más de una sensibilidad herida!).
Me reitero en que me encanta la descripción de la escenita en la habitación (macho, es que te veo!!)
Está claro que el personaje de tu relato quiere salir de su rutina, una rutina, entendámoslo así, empobrecedora, igual que los bobos de sus clientes buscan salir de su pobreza (que en este caso está en ellos).
Séneca señalaba en una de sus cartas morales a su amigo Lucilio, gobernador de Sicilia, lo tétrica y patética que es la existencia de quienes salen de viaje huyendo de lo que creen circunstancias monótonas o aburridas, que lo que hacen en el fondo es huir de si mismos. Dice, con gran ironía, que vayan a donde vayan siempre se acompañan a si mismos, van consigo mismos, con lo que su agobio nunca les abandona, como Rexona.
Tu relato está muy bien, pero le falta un asesinato o un suicidio para ser existencial total....jejeje
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