En la naturaleza los sistemas cerrados no funcionan. Según la segunda ley de la termodinámica la energía tiende a disiparse en calor, por lo que todo lo que se mueva debe hacerlo siguiendo la inercia de la gravedad y del propio calor . Los sistemas vivos luchan tenazmente contra este tendencia física. De la regulación en la más elemental de las células en su intercambio con el entorno, a través de sus membranas externas, pasando por la homeostasis de los organismos pluricelulares complejos, hasta el equilibrio ecológico global, la vida lucha –en un sentido nada metafórico- contra el caos y la disolución.
Pensar que nuestras sociedades, que nuestros sistemas económicos, puedan ser distintos al resto de la naturaleza, es una osadía solo esperable de nuestra vanidad primate, y, en el fondo, profundizando mucho, de la creencia inconsciente e inconsistente (con el resto de ideas) en un alma.
Sorprendentemente, muchos que aceptan lo anteriormente dicho respecto a la vida son incapaces siquiera de considerarlo para la sociedad humana, sistema biológico supremo, consideran animal al hombre solamente para satisfacer un auténtico instinto de iconoclastia religiosa y esencial transvaloración moral.
El liberalismo es un sistema abierto, como la célula, como el organismo, como la biosfera, un sistema de intercambio en el que no existe ningún director, ningún organizador, ningún centro decisorio. En estos sistemas prevalecen el orden espontáneo, las propiedades emergentes, la complejidad y riqueza a partir de permutaciones de elementos simples.
Ni siquiera el cerebro, al que yo denomino órgano rector, lo es en sentido estricto. El cerebro es una red con miles de millones de células interconectadas, y está vinculado al entorno a través de las entradas sensoriales, y al resto del organismo bidireccionalmente en bucles de retroalimentación a través del sistema nervioso autónomo y del hipotálamo y el resto del sistema endocrino. Cada segundo se producen en nuestro cuerpo trillones de pequeños intercambios que permiten que sigamos en pie, vivos y coleando.
Por otro lado está más que demostrado que la mayoría de las cosas las hacemos mejor de forma inconsciente. Algunos neurocientíficos estiman que el porcentaje de consciencia en nuestra habitual actividad mental es de sólo el 2% (sobra decir que estos cálculos son solo aproximativos). Si tuviéramos que pensar la mayor parte de las cosas que hacemos inconscientemente, si tuviéramos que hacerlas pasar por la consciencia, que focalizarlas pormenorizada, circunspecta, racionalmente, no las haríamos o las haríamos muy mal. De esto se deduce que la racionalidad es un instrumento útil para la captación de patrones y que fuera de ella solamente rigen la acción y su hijo el intercambio.
Tras la vieja falacia naturalista según la cual el pez grande se come al pez chico, se esconde la legitimación de la violencia. Esta clase de planteamientos que ahora se nos antojan falaces derivaban de un darwinismo infantil, primitivo, en su comienzos, cuando un gran vacío de ignorancia era rellenado con unos prejuicios justificadores de otros prejuicios. La misma genética, en sus orígenes, suscitó nuevas falacias naturalistas reforzando las viejas. Sin embargo lo que la naturaleza nos enseña es más complejo y profundo.
Cuando Lynn Margulis nos habla de la simbiogénesis –surgimiento de nuevas especies por la unión de los genomas de dos anteriores- lo hace derivando de ello, sutilmente, conclusiones políticas del tipo colectivista. La naturaleza –nos dice- no es solo agresión y lucha, hay armonía y colaboración íntimas, hay “comunidades” orgánicas. No toda interacción es entre cazador y presa, como parece sugerir la zoología, de hecho, esta clase de interacciones serían un porcentaje mínimo en lo alto de la escala de la vida, algo así como ese 2% de consciencia en la cúspide de una actividad inconsciente.
Solo se puede decir: natural-mente, por eso de que la mente que piensa esas cosas es natural.
Pero todos sin excepción luchamos contra el caos, contra la disolución, contra el fin. Eso es lo que subyace a todo, de esta lucha fundamental surgen todas las demás. De acuerdo en que somos máquinas de supervivencia, y que si para sobrevivir hay que colaborar lo hacemos. Seamos o no conscientes de ello es irrelevante. La verdadera lucha, la lucha de fondo, es la termodinámica, de la cual se derivan sus sirvientes, todas las demás: el intercambio se impone al caos. La verdad naturalista, que se impone a las viejas falacias, no es que el pez grande y el pez chico se hagan amigos, como en las enternecedoras películas de la factoría Disney, que –todo sea dicho- son todo moraleja social, una nueva falacia. La verdad naturalista es que todo es trabajo, que nada es gratuito, que solamente a costa del trabajo propio o el tomado por la fuerza de otros (en la cadena trófica vital o institucional) se logra sobrevivir y mantener en pie las cosas, que el pan se gana con el sudor de la frente.
Si, la frente suda cuando trabajamos...y ¡cuando hace calor!. Curioso mecanismo regulador de la temperatura corporal el del sudor.
Pensar que nuestras sociedades, que nuestros sistemas económicos, puedan ser distintos al resto de la naturaleza, es una osadía solo esperable de nuestra vanidad primate, y, en el fondo, profundizando mucho, de la creencia inconsciente e inconsistente (con el resto de ideas) en un alma.
Sorprendentemente, muchos que aceptan lo anteriormente dicho respecto a la vida son incapaces siquiera de considerarlo para la sociedad humana, sistema biológico supremo, consideran animal al hombre solamente para satisfacer un auténtico instinto de iconoclastia religiosa y esencial transvaloración moral.
El liberalismo es un sistema abierto, como la célula, como el organismo, como la biosfera, un sistema de intercambio en el que no existe ningún director, ningún organizador, ningún centro decisorio. En estos sistemas prevalecen el orden espontáneo, las propiedades emergentes, la complejidad y riqueza a partir de permutaciones de elementos simples.
Ni siquiera el cerebro, al que yo denomino órgano rector, lo es en sentido estricto. El cerebro es una red con miles de millones de células interconectadas, y está vinculado al entorno a través de las entradas sensoriales, y al resto del organismo bidireccionalmente en bucles de retroalimentación a través del sistema nervioso autónomo y del hipotálamo y el resto del sistema endocrino. Cada segundo se producen en nuestro cuerpo trillones de pequeños intercambios que permiten que sigamos en pie, vivos y coleando.
Por otro lado está más que demostrado que la mayoría de las cosas las hacemos mejor de forma inconsciente. Algunos neurocientíficos estiman que el porcentaje de consciencia en nuestra habitual actividad mental es de sólo el 2% (sobra decir que estos cálculos son solo aproximativos). Si tuviéramos que pensar la mayor parte de las cosas que hacemos inconscientemente, si tuviéramos que hacerlas pasar por la consciencia, que focalizarlas pormenorizada, circunspecta, racionalmente, no las haríamos o las haríamos muy mal. De esto se deduce que la racionalidad es un instrumento útil para la captación de patrones y que fuera de ella solamente rigen la acción y su hijo el intercambio.
Tras la vieja falacia naturalista según la cual el pez grande se come al pez chico, se esconde la legitimación de la violencia. Esta clase de planteamientos que ahora se nos antojan falaces derivaban de un darwinismo infantil, primitivo, en su comienzos, cuando un gran vacío de ignorancia era rellenado con unos prejuicios justificadores de otros prejuicios. La misma genética, en sus orígenes, suscitó nuevas falacias naturalistas reforzando las viejas. Sin embargo lo que la naturaleza nos enseña es más complejo y profundo.
Cuando Lynn Margulis nos habla de la simbiogénesis –surgimiento de nuevas especies por la unión de los genomas de dos anteriores- lo hace derivando de ello, sutilmente, conclusiones políticas del tipo colectivista. La naturaleza –nos dice- no es solo agresión y lucha, hay armonía y colaboración íntimas, hay “comunidades” orgánicas. No toda interacción es entre cazador y presa, como parece sugerir la zoología, de hecho, esta clase de interacciones serían un porcentaje mínimo en lo alto de la escala de la vida, algo así como ese 2% de consciencia en la cúspide de una actividad inconsciente.
Solo se puede decir: natural-mente, por eso de que la mente que piensa esas cosas es natural.
Pero todos sin excepción luchamos contra el caos, contra la disolución, contra el fin. Eso es lo que subyace a todo, de esta lucha fundamental surgen todas las demás. De acuerdo en que somos máquinas de supervivencia, y que si para sobrevivir hay que colaborar lo hacemos. Seamos o no conscientes de ello es irrelevante. La verdadera lucha, la lucha de fondo, es la termodinámica, de la cual se derivan sus sirvientes, todas las demás: el intercambio se impone al caos. La verdad naturalista, que se impone a las viejas falacias, no es que el pez grande y el pez chico se hagan amigos, como en las enternecedoras películas de la factoría Disney, que –todo sea dicho- son todo moraleja social, una nueva falacia. La verdad naturalista es que todo es trabajo, que nada es gratuito, que solamente a costa del trabajo propio o el tomado por la fuerza de otros (en la cadena trófica vital o institucional) se logra sobrevivir y mantener en pie las cosas, que el pan se gana con el sudor de la frente.
Si, la frente suda cuando trabajamos...y ¡cuando hace calor!. Curioso mecanismo regulador de la temperatura corporal el del sudor.
3 comentarios:
Efectivamente, "la entropía, o grado de desorden de un sistema cerrado, tiende siempre a aumentar". Pero la vida es un sistema abierto, y la sociedad liberal también lo es, o al menos lo son en una escala vital y humana que nos sirve para nuestros fines, que hace posible esos fines.
Obviamente cuando hablo de una sociedad liberal no me refiero a lo que ahora vivimos como una panacea, sino a una sociedad de la que solo escasamente hemos disfrutado, puesto que el poder político y los intereses creados interfieren en su desarrollo, impiden su pleno desarrollo. Y digo “poder político”, es decir, coacción, y no “poder económico”, que, en sentido estricto, si se desvincula del poder político, no es poder, sino servicio al consumidor en el que impera la voluntariedad de las partes, eso sí, cuando va bien adecuadamente remunerado.
Ese planteamiento que incide directa o indirectamente en la libertad de mercado como causa de las miserias del mundo me parece neomarxista. Marx sigue entre nosotros, si bien en forma de espectro. Como dijera al principio de su Manifiesto: “un fantasma recorre Europa......”, ahora el mundo.
Ganar el pan con el sudor de la frente significa que no hay multiplicación de los panes y los peces posible, que todo, absolutamente todo, ha de ser trabajado, sea porque uno lo trabaje directamente o bien porque otro lo trabaje para él persuadido, engañado u obligado. Dicho trabajo vale tanto para un pan como para un coche como para un espectáculo. Hay que ir contra el desorden, crear orden, para seguir viviendo y para satisfacer las necesidades que continuamente nos nacen, por muy peregrinas que estas sean. Ningún “orden superior” caótico nos atrae, todo lo contrario, nos repele, porque cuando lo que está en juego es nuestra vida la “razón” sirve a la vida, como el empresario al consumidor, y no permanece en un limbo inaccesible y autoreproductivo como el de ese “poder económico” que mencionas.
Si el caos es un orden maravilloso pero nos duele o nos mata, al diablo con el caos. Nosotros buscamos el orden, sea este verdadero orden o un orden de “orden” inferior. No sé lo que dirá de ello la teoría de la información, pero no hay duda de que lo importante en la información es que –esta sí- sea reproducible, que haya en ella alguna regularidad susceptible de ser captada por nuestro intelecto, que sea informativa, vaya.
Ya me fijé que tu blog había sido eliminado implacablemente. Lo lamento. Pero como buen "partidario" del caos supongo que lo habrás considerado –misteriosamente inevitable.
Un abrazo.
Más que estar en desacuerdo miramos la cosa desde distintas ópticas.
Sobre los dos puntos que pudieran causarte malestar (aunque no lo hayan causado, de lo cual me alegro):
1) Cuando doy a entender que tus palabras rezuman un poco de neomarxismo no pretendo decir que sean estrictamente neomarxistas, ni que tú lo seas. De todos los grandes pensadores quedan posos, o a veces sistemas enteros. Concretamente con Marx el problema estriba en que perduren, desnudas o vestidas con nuevos ropajes, aquellas de sus ideas que debieron caer con el muro y ser barridas con sus escombros. Es posible que esto se deba a cómo está estructurado nuestro cerebro. Y digo esto porque yo mismo he “padecido” esas ideas, sin tener en ningún momento la sensación de que fueran marxistas, y creo haberlas alcanzado, en su momento, sin demasiado influjo de la cultura ambiente. Me refiero concretamente a las ideas relativas al capital como origen o causa de coacción.
2) Cuando digo que eres partidario del caos me centro en tu idea de que el caos pudiera ser una especie de orden superior que nuestro intelecto fuera incapaz de apreciar. En cuanto al “desorden” de las ciudades o Internet lo asocio más a la idea de orden espontáneo de Hayek que a la de caos. Tengo que darte la razón en que el orden total es la muerte (así como el caos total), el orden total es el cero absoluto. El orden de la vida o de las sociedades es el orden derivado de la complejidad, no el orden de una roca. La complejidad es intermedia entre una simetría perfecta y una aleatoriedad que no sigue patrón ninguno.
La sociedad, tome la forma que tome, tendrá siempre una cara humana y otra inhumana. Estoy contigo en que la sociedad liberal es la mejor alternativa porque tomada en su conjunto tiene una cara más humana, igual que el capitalismo global es mejor que el socialismo internacionalista. La sociedad de la que escasamente hemos disfrutado es la que surge con la progresiva eliminación de la coacción institucionalizada. ¿Cómo quieres que te la defina?, ¿Podrían nuestros abuelos haber definido nuestro tiempo sin errar flagrantemente?.
Un saludo.
Te agradezco que me lleves un poco la contraria. Me ayudas a repensar, evaluar, perfilar, y si es preciso corregir mis ideas, que no son todo lo buenas que yo quisiera.
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