¿Hay mayor prueba del interés que el fingimiento de la indiferencia?. Parece obvio, pues la conclusión está implícita en la premisa. La sabiduría popular lo expresa como consejo para el fingidor con el refrán: “no hay mayor desprecio que no hacer aprecio”. Así, cuando alguien parezca despreciarnos, si esto nos preocupa, siempre debemos preguntarnos si lo que le sucede es que nos tiene en alta estima (lo cual puede significar que nos quiere o que nos teme). Podemos indagar en todos y cada uno de sus movimientos respecto a nosotros, e intentar encontrar indicios de engaño. Si miente en su actitud, si esta es solo pose, miente seguramente en sus sentimientos, en su desprecio, y nos ama o nos teme. Y esto es muy difícil de ocultar.
Pero el interés es mutuo desde el momento que hemos decidido indagar. ¿Por qué, si no, íbamos a profundizar en sus sentimientos quitando, o figurándonos que quitamos, los 7 velos de mentiras?.
A veces no nos preocupa el personaje en cuestión, sino exclusivamente los terceros que asisten al espectáculo de nuestra mutua interacción. Siempre, en cualquier caso, preocuparán estos terceros, en mayor o menor medida según el escenario y el público presente (que pueden ser, según la ocasión, los terceros de referencia u otros que se comuniquen con ellos). ¿Podría el desprecio o fingimiento de desprecio de este personaje al que observamos ser contagioso?. ¿Podría influir en la opinión que los demás se formen sobre nosotros?.
Todo esto está en la base de la aceptación social de nuestra persona. Cuantas más y mejores sean las personas que nos apoyan con acciones concretas y palabras de ánimo más irrelevante se va volviendo cualquier opinión individual desfavorable ,y, por supuesto, menos atención merecen los desprecios. Así, visto en negativo, si nos rodeamos de aduladores y tenemos una mente dispuesta a ser engañada, podemos llegar a ignorar por completo las censuras de los sabios, y también puede ocurrir que la falta de ánimo y apoyo suficientes nos haga desarrollar complejos y un sentido crítico exacerbado que vea desprecios hasta en los gestos más amistosos.
Quien habla bien de nosotros manifiesta un claro interés al hacerlo, por lo que merece más atención que quien lo hace mal. La clave está en cuál es el objetivo del bien hablado y de qué forma espera obtenerlo. En los afectos, como en el mercado, hay especulación e inversión. Pero aunque en el mercado, de por sí impersonal, ciertas formas de especulación puedan ser positivas, en cuestiones de sentimientos hay que desembarazarse de los especuladores (o esperadores-enculadores), pues no esperan en nosotros sino en nuestros roles o pertenencias.
Es muy probable que el período en el que el peso de las miradas ajenas es mayor sea el que va de la adolescencia al comienzo de la madurez, la época en la que uno va integrándose en la sociedad profesional y sentimentalmente, y corre el riesgo de desintegrarse. El sentimiento de fracaso o de éxito son estados de conciencia subjetivos que suelen acompañar a la realización social del individuo, medida por la proporción entre alabanzas y censuras, aprecios e indiferencias recibidos. Siempre es mejor construir algo sólido que un castillo de naipes. Este último se derrumba cuando uno es traicionado por aquellos que fingieron interés. ¿Acaso hay más prueba de indiferencia que fingir interés?.
El único camino es la calzada romana, vía de guerra y comercio, construida con esfuerzo y raciocinio, con miliares que sirvan de hitos y una solidez hecha para durar 1000 años. Este solamente puede construirse a partir de una sana indiferencia por el ambiente humano que nos rodea, de una especie de autismo soberano y magnánimo, hecho de cálculo, sobriedades y proyectos. Hemos de focalizar nuestra atención en las cosas y sus relaciones, para luego mirar a las impresiones subjetivas que crean.
Marco Aurelio ya se avisaba a si mismo (y al hacerlo nos avisaba a todos) en sus Meditaciones: No debemos dejarnos tentar por el canto de sirena o el pánico irreflexivo de los rumores y las palabrerías, que atacan a la debilidad de nuestros sentimientos, no debemos guiar nuestra conducta por los pareceres o la presunción de cuales son los pareceres ajenos. Al menos no exclusivamente, añado yo, pues nuestra identidad la construimos sobre la subjetividad compartida con los demás miembros de nuestra especie, y esta es, en gran medida, emocional. Hay que distinguir en la medida en la que nos lo permitan nuestras limitadas capacidades, entre los que apuestan sinceramente por nosotros y quienes están dispuestos a sacrificarnos en cualquier altar mundano.
Desde una perspectiva muy personal son muchos los que confunden odio con desprecio, porque no comprenden cabalmente que fingen este último. El fingimiento llega a tal punto que engaña al fingidor. Y cuando miran a los demás se engañan también sobre los sentimientos que albergan estos sobre ellos.
Pero el mayor de los desprecios lo reciben los que no entiende que socialmente somos lo que damos, y esto se suele corresponder con lo que “hacemos”, entendiendo esto por lo que construimos. Sin duda sería muy recomendable que hiciéramos una valoración ajustada de lo que aportamos a cada cual. ¿De cuanta energía disponemos?. ¿Cuáles son las prioridades?. ¿Cuál es la rentabilidad en cada inversión afectiva que hacemos?.
Nadie está a salvo de ser engañado. Especialmente por sí mismo. Y el peor de todos los engaños, el que más decepciones trae, es creer que los demás están en deuda perpetua con nosotros, y atribuirles la culpa de todos los desprecios (confundidos con odio) que hemos generado no siendo nadie para ellos.
Pero el interés es mutuo desde el momento que hemos decidido indagar. ¿Por qué, si no, íbamos a profundizar en sus sentimientos quitando, o figurándonos que quitamos, los 7 velos de mentiras?.
A veces no nos preocupa el personaje en cuestión, sino exclusivamente los terceros que asisten al espectáculo de nuestra mutua interacción. Siempre, en cualquier caso, preocuparán estos terceros, en mayor o menor medida según el escenario y el público presente (que pueden ser, según la ocasión, los terceros de referencia u otros que se comuniquen con ellos). ¿Podría el desprecio o fingimiento de desprecio de este personaje al que observamos ser contagioso?. ¿Podría influir en la opinión que los demás se formen sobre nosotros?.
Todo esto está en la base de la aceptación social de nuestra persona. Cuantas más y mejores sean las personas que nos apoyan con acciones concretas y palabras de ánimo más irrelevante se va volviendo cualquier opinión individual desfavorable ,y, por supuesto, menos atención merecen los desprecios. Así, visto en negativo, si nos rodeamos de aduladores y tenemos una mente dispuesta a ser engañada, podemos llegar a ignorar por completo las censuras de los sabios, y también puede ocurrir que la falta de ánimo y apoyo suficientes nos haga desarrollar complejos y un sentido crítico exacerbado que vea desprecios hasta en los gestos más amistosos.
Quien habla bien de nosotros manifiesta un claro interés al hacerlo, por lo que merece más atención que quien lo hace mal. La clave está en cuál es el objetivo del bien hablado y de qué forma espera obtenerlo. En los afectos, como en el mercado, hay especulación e inversión. Pero aunque en el mercado, de por sí impersonal, ciertas formas de especulación puedan ser positivas, en cuestiones de sentimientos hay que desembarazarse de los especuladores (o esperadores-enculadores), pues no esperan en nosotros sino en nuestros roles o pertenencias.
Es muy probable que el período en el que el peso de las miradas ajenas es mayor sea el que va de la adolescencia al comienzo de la madurez, la época en la que uno va integrándose en la sociedad profesional y sentimentalmente, y corre el riesgo de desintegrarse. El sentimiento de fracaso o de éxito son estados de conciencia subjetivos que suelen acompañar a la realización social del individuo, medida por la proporción entre alabanzas y censuras, aprecios e indiferencias recibidos. Siempre es mejor construir algo sólido que un castillo de naipes. Este último se derrumba cuando uno es traicionado por aquellos que fingieron interés. ¿Acaso hay más prueba de indiferencia que fingir interés?.
El único camino es la calzada romana, vía de guerra y comercio, construida con esfuerzo y raciocinio, con miliares que sirvan de hitos y una solidez hecha para durar 1000 años. Este solamente puede construirse a partir de una sana indiferencia por el ambiente humano que nos rodea, de una especie de autismo soberano y magnánimo, hecho de cálculo, sobriedades y proyectos. Hemos de focalizar nuestra atención en las cosas y sus relaciones, para luego mirar a las impresiones subjetivas que crean.
Marco Aurelio ya se avisaba a si mismo (y al hacerlo nos avisaba a todos) en sus Meditaciones: No debemos dejarnos tentar por el canto de sirena o el pánico irreflexivo de los rumores y las palabrerías, que atacan a la debilidad de nuestros sentimientos, no debemos guiar nuestra conducta por los pareceres o la presunción de cuales son los pareceres ajenos. Al menos no exclusivamente, añado yo, pues nuestra identidad la construimos sobre la subjetividad compartida con los demás miembros de nuestra especie, y esta es, en gran medida, emocional. Hay que distinguir en la medida en la que nos lo permitan nuestras limitadas capacidades, entre los que apuestan sinceramente por nosotros y quienes están dispuestos a sacrificarnos en cualquier altar mundano.
Desde una perspectiva muy personal son muchos los que confunden odio con desprecio, porque no comprenden cabalmente que fingen este último. El fingimiento llega a tal punto que engaña al fingidor. Y cuando miran a los demás se engañan también sobre los sentimientos que albergan estos sobre ellos.
Pero el mayor de los desprecios lo reciben los que no entiende que socialmente somos lo que damos, y esto se suele corresponder con lo que “hacemos”, entendiendo esto por lo que construimos. Sin duda sería muy recomendable que hiciéramos una valoración ajustada de lo que aportamos a cada cual. ¿De cuanta energía disponemos?. ¿Cuáles son las prioridades?. ¿Cuál es la rentabilidad en cada inversión afectiva que hacemos?.
Nadie está a salvo de ser engañado. Especialmente por sí mismo. Y el peor de todos los engaños, el que más decepciones trae, es creer que los demás están en deuda perpetua con nosotros, y atribuirles la culpa de todos los desprecios (confundidos con odio) que hemos generado no siendo nadie para ellos.