Dejé a mi nene en aquel lugar lleno de otros nenes y nenas en caótica armonía. Era un recinto cerrado y asfaltado en el que hacían el loco en bicicleta, patinete o subidos a algún otro trasto con ruedas. Mi niño llevaba su gorra de colores con el escudo del equipo de fútbol de su abuelo (a mi el fútbol me la pela, se la regaló el abuelo).
Soy un poco borracho, lo confieso. No creí que fuera a pasar nada, realmente, y, de hecho, nada grave ocurrió, no al menos en mi ausencia. Estaría unas 2 horas fuera, tomando cervezas. El sol se sumergía en su ocaso y los niños se iban yendo. Cuando llegué estaban solo el mío, con su triciclo, y uno mayor en patín, con esos pendientes y ese pelo largo en la nuca, distintivos de horterez. El macarrilla llevaba la gorra de mi hijo. Se la pedí amablemente, pero el niño hizo caso omiso.
-“Niño, haz el favor de darme ya la gorra”.
-“No, es mía”.
Así estaríamos unos minutos hasta que al final me cansé y se la quité violentamente. El niño se enrabietó y fue contra mí, pero le di un manotazo y cayó de espaldas al suelo.
Ya estaba yo a punto de cruzar el umbral de la valla con mi hijo cuando apareció aquel policía impertinente.
-“Perdone, caballero, pero creo que tenemos un pequeño problema”.
Traté en vano de explicarle la situación a aquel descerebrado de uniforme. No hubo manera. Finalmente cogió la gorra de la misma cabeza de mi hijo para ponerla de nuevo en la del bribón aquel, que sonreía como un malhechor que se sale con la suya. Le tomó de la mano y se lo llevó hacia la puerta, dándome la espalda con prepotencia. Aquello era demasiado. Un puñetero imbécil se creía con derecho para intervenir en un asunto que no le concernía simplemente por tener el poder de coacción otorgado por el Estado. Cogí el triciclo de mi hijo y lo alcé muy alto. Con todas mis fuerzas lo hice caer sobre su cabeza. Sonó un golpe seco. ¡Crack!. El poli se derrumbó sobre el frío suelo. Un río de sangre brotó de su cabeza abierta e inundó el área circundante mientras su flácida mano aún agarraba la del niño ladrón, que miraba con un miedo catatónico hacia mi.
-“Y ahora dame la gorra pedazo hijo de perra!!!”.
El golfo obedeció, pero no podía dejar testigos. Cogí su pequeño cuello y le estrangulé. Pensé que sería más rápido, pero la cosa me llevó al menos un minuto. Tardaba en expirar, el enano.
Mi hijo estaba mudo y con la mirada perdida. Creo que no entendía nada de esa escena. Sabiendo que tenía menos de 3 años no me preocupé demasiado, lo olvidaría.
Antes de que alguien nos viera lo mejor era marcharse. Me percaté de que la gorra estaba en el suelo, pegada a la valla. ¿Qué hacía ahí, no la había cogido ya?. Mi mano derecha la sujetaba. Pero estaba ahí, en la valla. Estaba en mi mano y en la valla. Había dos cadáveres sobre el suelo de cemento, un policía y un niño, y dos gorras idénticas, una en mi mano y otra en la valla. Tardé unos segundos en comprender la situación…..lo mejor era marcharse antes de que nadie nos viera. Mi hijo lo olvidaría, sí, lo olvidaría…..tenía menos de tres años, joder.