"La venganza de la tierra" parece el título de un Best-Seller de pseudociencia, escrito por algún payaso con ínfulas, más que el de la obra maestra de un científico maduro que reflexiona en alto sobre nuestro planeta. No sé si la Editorial le pidió un título exagerado, a modo de titular de prensa amarilla, o bien fue el propio autor el que lo eligió tras meditarlo largamente. "¿Cómo puedo llegar a mi público, que es todo el mundo, y nunca mejor dicho?". Hablo de Gaia, que es el mundo entero, y me dirijo al hombre, su poblador más consciente y dominante, su hijo pródigo, tentativo parricida, loco Calígula, que enfrenta sus tropas en batallas perdidas contra el inmenso e indiferente mar de la vida.
El fisiólogo de nuestro planeta, James Lovelock, nos avisa sobre un futuro árido. No ve alternativa al calentamiento global, pero habla de forma sosegada, escéptica, pese a su certidumbre, y amigable para con todos, sin buscar malos malísimos. Se le ve un poco contrario al mercado, si bien muy matizado, y pelín utópico al final del libro respecto a cómo debiera ser un mundo en armonía con Gaia, pero si está en lo cierto no tan desencaminado.
Su obra deberían leerla sin falta todos. Deberían leerla los primeros los que se consideren ecologistas y tengan la seguridad de que se avecina el fin de los tiempos, para tomar de ella sabiduría sobre cómo enfocar los cambios en nuestro uso de la energía. Parece que al menos los políticos de vía estrecha no se han molestado en leerlo, puesto que se han dedicado, liderados por una Alemania que nos quiere vender a todos sus molinos de viento (quijotada tecnológica) a apostar por energías alternativas de alto coste, enorme daño ambiental, y poca capacidad generadora. La reunión de los europeístas concluyó con la firma en favor de energías renovables. Falacia que incluye todas esas opciones descartadas por disparatadas por Lovelock. Francia es, de momento, el único país de nuestro entorno que ha comprendido por dónde hay que tirar en lo que a fuentes de energía se refiere, construyendo y usando centrales nucleares (de las que nosotros tiramos en horas bajas, pagando por ello).
Deberían leerla también los ecologistas escépticos, e incluso los políticamente escépticos, como hay tantos. Desgraciadamente la ciencia no ha sido un campo desintoxicado de política. Es natural que se desconfíe de todo lo que huela a verde, pues podría haber detrás una mala hierba, o una planta venenosa. El propio Lovelock critica el ecologismo político. Cierto es que cuando habla de que debemos hacer algo no puede evitar pensar en la ONU y demás organismos políticos internacionales, pues desconfía del mercado libre y cree aún en iniciativas comunes. Usa la metáfora de la 2ª Guerra Mundial para el Calentamiento Global: en el 38 nadie podía imaginar lo que se nos venía encima, y aún tratábamos de solucionar las cosas con apaciguamientos. Sin embargo nuestras medidas de paños calientes, de expedientes diplomáticos, no sirvieron entonces ni servirán ahora, y esta guerra declarada a Gaia, nuestra madre benevolente y despiadada, cual "buena" diosa, no la podemos ganar. Se avecina un cambio de equilibrio en su fisiología, y esto nos puede costar nuestra civilización, y hacer caer nuestro Imperio Romano tecnológico y postmoderno.
Sobre ese cambio del equilibrio aporta argumentos científicos relevantes y consistentes que debiéramos tener presentes los no creyentes de la fe del fin del mundo. Dejo a juicio del lector la evaluación de los riesgos. Yo, como buen escéptico y como persona consciente de su inconsciencia y de nuestro limitado conocimiento de las complejidades de Gaia, así como de nuestra incapacidad de anticipar futuros acontecimientos sobre sistemas de una complejidad muy superior a nuestras capacidades de entendimiento racionales, me inclino por considerar que no hay evidencia suficiente. Lovelock se muestras escéptico sobre muchos asuntos a lo largo del libro, especialmente sobre la capacidad de otros de prever el futuro. Pero incurre en una pequeña contradicción al aferrarse a su certidumbre y al hacer de agorero de la catástrofe climática.
Algo que este sabio, poco amigo del mercado como muchos otros sabios, no ha vislumbrado, es que este podría ser la solución. Siempre he considerado el intercambio libre, voluntario, como una prolongación de la naturaleza, de Gaia, en la sociedad humana. Igual que el lóbulo frontal del cerebro, donde reside nuestra racionalidad, tiene/es una representación en miniatura del resto del cerebro, el mercado tiene/es una representación fiel de nuestra interacción ecológica/económica con el entorno natural. Si no hay interferencias, los precios son los indicadores óptimos del estado de cosas en cada momento.
Para negar esta realidad se suele sugerir, generalmente, que el mercado es cortoplacista, que es como un Ifemo ciego buscando a nadie, que es una mano invisible que reparte bofetadas invisibles a su entorno. Pero la realidad es bien distinta. La ceguera aqueja más bien a la política, que se queda obsoleta aún antes de aplicarse. No hay más que ver cómo en nuestro país se han puesto de moda ideas políticas que, en el terreno filosófico y científico, se baten en retirada, como las de "igualdad" a golpe de decreto. Igual ocurre con la quijotada liderada por la Canciller alemana, responde a deseos y anhelos de votantes pasados y presentes no informados ni formados aún en las nuevas verdades. Por eso coincide la salida al mercado del libro de Lovelock con la locura verde de nuestros politicastros. Hay dos presentes que corren paralelos y no parecen estar conectados. Una realidad es la de los intereses, necesidades y los conocimientos derivados entre las personas, consideradas individualmente y otra bien distinta la de los intereses, necesidades y los conocimientos derivados entre los que ostentan el poder, que actúan como agentes públicos y apuntan a lo general, más abstracto, intangible y difícil de verificar.
El mercado es, primero de todo, absolutamente certero, si no se le interfiere, para reflejar el estado de cosas presentes a través del indicador de los precios. Eso no es poco, teniendo "presente" lo ignoto del futuro. Pero es que además el mercado está integrado por miles de millones de agentes que miran su propio futuro con precaución y prudencia, pues tienen mucho
que perder o ganar en sus jugadas. El que habla y actúa en nombre de todos no paga casi nunca por sus errores en proporción a sus consecuencias, de ahí que pueda permitirse un comportamiento irresponsable.
Si lo que hacemos es buscar al que mejor puede sondear el futuro, a quien mejor pondrá los medios para que este futuro sea mejor, a quien más se preocupará por el precio a pagar por
sus actos, hemos de mirar al individuo que labora y ahorra, no al individuo que gobierna y gasta.
Y habrá que mirar con especial atención al individuo empresario, al que lidia a diario con los costes, a quien percibe las dificultades, los obstáculos en el camino, no a quien se dedica a ponerlos. Cierto es que hay timadores que buscan ganancia inmediata a costa de un público mal informado y que se proclaman empresarios. Contra ellos ha de caer todo el peso de la ley. Pero este tipo de comportamiento no se le puede atribuir a un sector como el energético, o la industria del automóvil, por ejemplo, y menos aún al mercado en su conjunto, puesto que en un mercado bien entendido los agentes no actúan al unísono, son un coro de voces que si entra en armonía no es por un pacto tácito o explícito a priori, sino por la interacción que genera la propiedad emergente del propio mercado, con la punta de iceberg del precio.
A Lovelock le preocupa la fisiología de Gaia, y es natural. Pero no hay que olvidar que hay otro paciente enfermo del que todos comemos y a quien desde dentro queremos matar, que es el mercado. Su fisiología también importa. Si se le toma la temperatura, como se le toma a la tierra, se puede apreciar que también sube con la interferencia estatal. Todo es más caro, todo es peor, todos somos más pobres, los recursos son peor gestionados (los naturales, ¿cuales si no?) y Gaia se ve más amenazada. Si Lovelock hubiera estudiado la fisiología del mercado, en definitiva de la sociedad humana en sus diarias interacciones entre sí y con el medio, quizá hubiera descubierto una relación directa entre la acción estatal y las catástrofes climáticas que tan seguras ve cuando mira hacia delante en el tiempo.