jueves, enero 17, 2008

El hombre que plagió a la luna

El hombre que plagió a la Luna

Ella no le podía amar, porque tenía una espina clavada que le obligaba a besarle con recelo. Le habían hecho mucho daño. Pero les gustaba ver las estrellas juntos y se besaban a la luz de la Luna. Él comprendía que había un plano de ella al que le sería imposible acceder. Ella hubiera deseado que no fuera así. Le quería querer, pero sabía que estaba sellada para el amor. Impedida por fuerzas que superaban todo su empeño. Había una frontera invisible, que para él permanecía invariablemente cerrada, y que con sus caricias sólo alcanzaba a contornear. Así surgieron las primeras discusiones, la melancolía mutua, el duelo.

Hubo noches en las que él paseaba solo por calles vacías, pensando en ella. Acabaron rompiendo, porque en opinión de los dos era lo mejor, aunque sólo ella lo creía de veras. Se propusieron olvidar la relación, y lo hicieron, pero él miraba al cielo con cierta frecuencia. Cada vez que miraba la Luna la veía a ella. En sus paseos solitarios había cambiado el rostro lunar. Como científico se interesó por el hecho.

Ella se abandonó a un abismo de alcohol, drogas, y pérdida de la propia identidad. Vagaba por el universo de los cuerpos anónimos con la desesperanzada esperanza de, desfigurándolo, volver a encontrar la imagen del amor en el que ya no creía. Quería saber si sería posible entregarse a alguien una vez, saciar esa frustrada vocación de amar que él le había diagnosticado. Su vida a partir de entonces fue un torbellino turbulento, una huida hacia delante, un tocar fondo por debajo del anterior.

Mientras tanto, él encontró a otras mujeres. Una de ellas, alumna suya, le daba más de lo que nunca hubiera imaginado. Juntos investigaban acerca de lo mismo. Él se había obsesionado profesionalmente con la idea de encontrar un fundamento científico a su percepción de la Luna. Encontró un título muy sugerente para su innovador estudio: "Rorschach: el hombre que plagió a la Luna". Pero el objetivo del estudio se le escapó, porque la Luna cobró entonces innumerables rostros, ningún rostro, todos los rostros de mujer. La investigación parecía no tener sentido alguno ya, ser sólo un reflejo vacío de su amor. Pero siempre que se la explicaba a alguien suscitaba un especial interés, por lo que en lugar de desistir la dejó aplazada. Intentó amar a otras mujeres, pero a ninguna sentía igual que a su alumna. Se estaba haciendo mayor, y entonces creyó que lo conveniente sería sentar la cabeza del modo que siempre hubo imaginado. Le pidió matrimonio y ella asintió.

Después de varios años de casados, la Luna empezó a cobrar el rostro de su propia mujer, aunque para verla a ella en la Luna tenía que mirarla de lado, como cuando estaba acostado en la cama junto a ella. Este detalle, pensó, escondía la solución. Ella -la primera mujer que personificó la luna- se había ido a Brasil. Por haberse fijado en la Luna a determinadas horas de la noche con ella a su lado, paseando, ésta había cobrado para él rasgos de su rostro, de la misma manera que una casa empieza a cobrar rasgos familiares a medida que va siendo habitada por más tiempo. Ahora dormía cada noche junto a su mujer. La Luna cobraba este nuevo rostro familiar, y lo hacía con las manchas giradas, evidenciando que es la costumbre la que moldea la imagen subjetiva de las cosas. Se decidió a publicar su demoledor estudio sobre la teoría gestáltica y adquirió una posición académica consolidada. Su teoría pasó a la posteridad, pero su nombre caería, poco después, en el olvido.

Una mañana de noviembre desapareció, dejando solos a su mujer y a sus tres hijos menores. La gente le reprochó haberse vuelto loco, porque no dio ninguna explicación convincente. Yo lo vi por primera vez muchos años después, por aquí, cuando ya era mayor y nadie creía sus explicaciones científicas. Había abandonado su profesión y todos los lazos que le ataban a su anterior vida. Sin embargo fue el tutor secreto de mi tesis doctoral. Un día me contó toda la historia en detalle y yo le creí, pero fui el único. Le había ocurrido de repente.

-Imagina una cara maltrecha, –me dijo el viejo maestro- terrible, la de una mujer vejada, triste, violada, de cuyo rostro se diría que se lo dieron de comer a los perros, injustamente apaleada, joven, imagina que esa mujer te mira a los ojos y que enseguida sabes que es ella.

Me explicó que en realidad había ido a Brasil menos por amor que por validar su teoría, pero que se olvidó de ésta para siempre al descubrir que ella se había suicidado poco antes de que él tuviera esa premonición. La había sentido morir en la Luna, a miles de kilómetros de distancia y veinte años después de haberla visto por última vez. Me dijo que tal vez fuera una casualidad, que desde el punto de vista científico esto era innegable, pero que desde entonces supo que su vida de casado era una farsa y que la hubiera amado hasta la muerte. Por eso nunca volvió a su hogar, porque nadie, nadie, le tomó en serio cuando, antes de partir, dijo:

me está llamando la Luna

Gabriel Antón

24 comentarios:

Gabriel Antón dijo...

Un apunte curioso: yo también busqué fotos en google para encabezar el relato y, cuando las veía en pequeño, veía los rostros de la Luna de manchas que, de algún modo, me son más familiares, porque se parecen más a la que vemos de noche. Pero al ampliarlas y verla con sus cráteres y demás, la Luna "perdía su rostro". Por eso elegí fotos donde se veía en pequeño. Curioso. te voy a enlazar una canción lunática en el otro post

Germánico dijo...

Con el rostro de Selene pasa un poco como con los rostros de muchas mujeres hermosas: cuanto más de cerca lo observas y analizas más ves su constitución defectuosa, alejada del ideal de belleza, más aprecias la imperfección y el cincel del azar y menos la simetría y el diseño.

Hay que ver las cosas desde la perspectiva y la distancia adecuadas a su realidad. Esto pasa con los rostros, con las personalidades, con las circunstancias adversas y propicias de la vida y, en general, con todo. Lo grande no lo es en sí, lo es siempre en relación a algo más pequeño, como decía Lao Tse en su Tao Te Ching. La divinidad surge del cieno.

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